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Esta zona desmilitarizada de 250 kilómetros que separa las dos Coreas se ha convertido por sí sola en una de ls reservas naturales más prístinas de Asia y una obra maestra de la congelación y la simetría

30 abr 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Cada vez que Corea del Norte lanza uno de sus cohetes, como ocurrió ayer, el mundo se acuerda de repente de que la guerra de Corea no llegó a terminar nunca. Los combates como tales duraron solo tres años -incluso la serie de televisión MASH, que contaba esa historia, aguantó más tiempo en antena-. Pero después de cientos de miles de muertos y la amenaza de una guerra nuclear, se llegó al empate más largo de la historia, que dura hasta hoy, y cuya manifestación más visible es la DMZ, la zona desmilitarizada, la cicatriz de 250 kilómetros que separa las dos Coreas con un surtido de minas y alambradas. A un lado y otro de esta frontera, la más fortificada del mundo, los soldados se observan sin pestañear jamás, y en medio hay una tierra de nadie ocupada por una tienda de recuerdos para los turistas, que les hacen fotos como a los mimos inmóviles y enharinados de las ciudades turísticas.

La DMZ es una obra maestra de la congelación y la simetría. Todo permanece como hace seis décadas en un equilibrio casi perfecto. La línea de alto el fuego que cruza de lado a lado la península coreana atraviesa también, exactamente por la mitad, la cabaña en la que se negoció la tregua. Incluso pasa por en medio de la mesa de las conversaciones de paz, que se siguen celebrando tras más de un millar largo de reuniones sin resultado. Un día, los norcoreanos se negaron a sentarse porque sospechaban que los surcoreanos se habían traído sillas unos centímetros más altas. Otro día los surcoreanos se retiraron porque les pareció que el banderín al otro lado de la mesa era unos centímetros más grande.

La simetría no es del todo perfecta. Llamadas por vocaciones distintas, Corea del Sur se ha ido haciendo cada vez más rica y Corea del Norte cada vez más pobre. En el Sur se han ocupado en fabricar lavadoras, coches, teléfonos móviles, ordenadores y todo tipo de gadgets. En el Norte se han centrado en desfiles, coreografías de masas y el desarrollo del átomo. Ambos han llegado a la maestría en cada una de sus especialidades. Siguen haciéndose la guerra, cada uno a su manera: el Sur inventando bulos disparatados acerca de Kim Jong-un que luego la prensa de todo el mundo publica con cara seria; el Norte lanzando cohetes que, como el de ayer, a veces hacen puf en el aire y caen como una piedra.

Mientras, la DMZ, a base de no tocarla, se ha convertido por sí sola en una de las reservas naturales más prístinas de Asia. En sus pinares han encontrado santuario los linces y los osos tibetanos, y en sus humedales prosperan las casi extinguidas grullas de Manchuria. Los ingenuos lo consideran un ejemplo de convivencia que podrían imitar las dos Coreas, cuando en realidad ese paraíso es el vástago hermoso del odio y entre las especies que se preserva está la guerra nuclear.

Muy lejos de allí, en la Universidad de Luisiana, los científicos han conseguido revivir bacterias que llevaban casi un millón de años dormidas en el hielo ártico. Sospechan que, del mismo modo, al derretirse el casquete por causa del calentamiento global, se acabarán liberando los microbios que quedaron crionizados hace decenas de miles de años y frente a los que los humanos quizá no estén inmunizados. Se puede ver la guerra fría como otra forma de glaciación sometida a la temperatura de la retórica. Cuanto más se les calienta la boca a los políticos, más sube la temperatura. Y si se derrite el hielo, nadie sabe qué bacteria podría liberarse.