Arranca una de las campañas presidenciales más raras de la historia de Estados Unidos, una carrera que enfrenta al candidato republicano más odiado con la candidata demócrata más odiada, al menos desde que existen registros

31 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Arranca una de las campañas presidenciales más raras de la historia de Estados Unidos, una carrera que enfrenta al candidato republicano más odiado con la candidata demócrata más odiada, al menos desde que existen registros; un auténtico concurso de impopularidad entre lo malo y lo peor, entre lo malo conocido y lo malo por conocer.

Esa simetría se trasluce en la campaña, que ha empezado mal para ambos candidatos. La nominación de Trump en Cleveland, un auténtico aquelarre, fue en realidad una especie de no-nominación, porque si algo quedó claro es que el magnate no cuenta con el apoyo del partido y tendrá que arreglárselas solo. En la práctica es un independiente que cuenta con una única baza: es el candidato del cambio. Otra cosa es el cambio hacia qué.

La convención demócrata no ha ido mucho mejor, aunque los medios, entregados a Hillary Clinton por convicción o resignación, han sido más benévolos a la hora de valorarla. Otra filtración de correos electrónicos -los políticos norteamericanos deberían pensar seriamente en volver a escribir cartas- ha confirmado lo que todo el mundo suponía: que Clinton contó durante las primarias contra Bernie Sanders con el apoyo del aparato del partido, que en teoría debería haber permanecido neutral. Esto vuelve a retratar a Hillary como una candidata del sistema, una idea reforzada por la elección de Tim Kaine para que la acompañe en el tique demócrata. Es una decisión decepcionante para quienes esperaban al menos un gesto para atraer a los seguidores de Sanders.

Pero esto no preocupa a Hillary, que parece haber echado cuentas y considera, quizás correctamente, que tiene más que ganar buscando el voto a su derecha. Haciendo de la necesidad virtud, ha puesto su campaña firmemente bajo el signo del continuismo. Barack Obama, Michelle Obama y -con la misma brillantez pero mucha menos apariencia de sinceridad- Bill Clinton apadrinaron, y a la vez lastraron, el lanzamiento de la campaña. Son una garantía, pero también un recordatorio de la creciente naturaleza dinástica de la política norteamericana. A pesar de la pretensión de la candidata de haber «hecho mella en el techo de cristal», la escenificación dejaba bien claro que la nominación de Hillary, más que un triunfo de las mujeres, es un triunfo de las mujeres de presidentes.

Más que una campaña, lo que sigue ahora hasta noviembre habrá que verlo como una pelea en el barro. Ahí Hillary está en desventaja; con una larga carrera en política, su pasado es más vulnerable. Trump está blindado, porque se ha comprobado ya que sus seguidores no leen o no se creen lo que leen. Pero la esperanza de los demócratas no está puesta en la campaña, sino en el día mismo de las elecciones, cuando el votante tendrá que elegir entre susto o muerte, como en el chiste infantil. Entonces probablemente se impondrán las peculiaridades del sistema electoral y la demografía, que favorecen a Hillary. Probablemente.