El acuerdo del Consejo de Seguridad sobre Siria se está recibiendo con el escepticismo que cabía esperar, con el mismo con el que se suelen acoger casi todos los intentos de la comunidad internacional de poner fin a una guerra. Se comprende: la guerra es una tragedia que parece que no termina nunca, y no es fácil imaginar que quienes han podido descender a la barbarie con tanta facilidad vayan a encontrar una salida igual de fácil. Sin embargo, sí hay razones para el optimismo. Todas las guerras terminan algún día y la de Siria empezaba ya a dar señales de agotamiento. Precisamente por eso es posible ahora llegar a acuerdos como el de la ONU. El acuerdo en sí mismo es el síntoma de que el final se acerca. Eso es lo importante, más que el calendario para la transición o las vaguedades en torno al aspecto que tendrá esta.
El calendario es, desde luego, imposible, pero hay que quedarse con la intención. En cuanto al hecho, tan criticado, de que no se mencione el destino de Bachar al Asad, no se trata de ningún olvido, ni siquiera de una vaguedad diplomática para resolver el asunto más adelante. Es un asentimiento silencioso. Al Asad seguirá, por defecto, presidiendo Siria hasta que exista la posibilidad de iniciar una transición política. Puede parecer una injusticia pero es la constatación de una realidad: el régimen sirio se encaminaba a la victoria militar con la ayuda rusa, antes o después. Esta guerra, las milicias de la oposición no están ya en condiciones más que de prolongarla.
¿Es factible esa transición que se ha pactado en la resolución 2254? Esto depende más de la oposición que del Gobierno de Al Asad, que parte de una posición mucho mejor para afrontar el nuevo ciclo. Mientras que la oposición ha ido fragmentándose en una miríada de milicias enfrentadas entre sí y contaminadas de yihadismo en mayor o menor medida, el régimen ha logrado no solo mantener su cohesión, sino que además ha recibido la adhesión circunstancial de muchos sirios que, sin simpatizar demasiado con Al Asad, tienen terror a lo que haría la oposición si ganase. De hecho, las encuestas que han realizado organismos independientes en Siria, aceptando todas las limitaciones que pueda tener un ejercicio así en una guerra, nos hablan de un alza de la popularidad de Al Asad.
Por eso es por lo que, en vez de insistir en el mantra de que Al Asad «tiene que irse», la comunidad internacional haría mejor poniéndose a buscar alternativas que sean más digeribles para el pueblo sirio. Y dejarlo en manos de Arabia Saudí, que celebró la semana pasada una conferencia de grupos opositores en Riad, no es el camino, precisamente. Las cancillerías occidentales llevan cuatro años hablándonos de la «oposición democrática y moderada» de Siria. Pues se trata justamente de eso. Solo que esta vez tiene que ser verdad.