De la cima a la sima en un suspiro

Rita Álvarez LONDRES / E. LA VOZ

INTERNACIONAL

PAUL ELLIS | AFP

Es esencial para que prosiga Cameron, pero no tiene asegurado el escaño

02 may 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Es uno de los casos más claros de obsolescencia política. El líder liberal-demócrata británico, Nick Clegg, ha pasado en apenas cinco años de tener una popularidad superior a la que tuvo en su día Winston Churchill, o la de Tony Blair en sus mejores tiempos al frente del laborismo, a no saber siquiera si reunirá los votos suficientes la semana que viene para retener su escaño en Westminster. Clegg podría pagar un precio muy alto por su coalición con los conservadores de Cameron, ya que las encuestas predicen que su partido perderá la mitad de los 56 escaños que obtuvo en las últimas elecciones. Hay otro precio que ya pagó y que se nota en su alicaída credibilidad. Conectó con el electorado, especialmente los jóvenes, por su defensa de tasas universitarias asequibles y la posterior subida de estas, sin que él rechistara, no solo propició el enfado y la protesta de muchos estudiantes y padre, sino que lo convirtió a ojos de todos en un traidor.

Clegg es hijo de un banquero de ascendencia aristocrática rusa y de una madre holandesa, así como el más internacional de los políticos británicos. Estudió postgrados sobre política en Minnesota y sobre relaciones europeas en Brujas y habla cinco idiomas con fluidez, entre los que destaca el español, que practica con su mujer vallisoletana, la abogada Miriam González, con la que tiene tres hijos llamados Antonio, Alberto y Miguel, y que se ha convertido en su principal bastión dada la buena imagen que tiene entre los siempre exigentes medios británicos.

Tiene una biografía cosmopolita antes de la política ya que trabajó como profesor de esquí hasta que se rompió una pierna, hizo sus pinitos como escritor con una novela de la que ahora se avergüenza, y también ejerció como periodista del Financial Times, periódico que, por cierto, le echó ayer un cabo al respaldar editorialmente la continuidad de la alianza entre él y Cameron, la misma propuesta que defendió la que pasa por ser biblia del liberalismo, el semanario The Economist.

Pero su papel como viceprimer ministro no desprende tanto glamour. Ha destacado por estar en contra de «disputas públicas» y por dar prioridad a la estabilidad de la coalición frente a los principios que defiende su partido. La idea de que, si no es el primer ministro, «no puede hacer lo que quiere, ni puede poner en práctica su manifiesto en su totalidad» le ha valido serios enfrentamientos con sus compañeros de filas.

El origen de su carrera está en el Parlamento Europeo, donde ejerció como portavoz de los liberales en temas de Comercio e Industria. Al final, Clegg pasó diez años en Bruselas, por lo que no es de extrañar que sea uno de los mayores defensores de la UE en la isla. «Si nos vamos, seremos más pobres», dijo en el último debate televisivo. Por supuesto, este europeísmo no supone rechazo al referendo que promete Cameron. ¿Cómo podría ser de otro modo compartiendo Gobierno con él?

La ambiguedad no le sienta bien. Con apenas 40 años, fue visto por muchos como la alternativa al bipartidismo histórico británico. Volvería a firmar una coalición sin ningún tipo de prejuicio, pero muchos lo ven como un político acomodaticio que ya no brilla con la luz de los debates de hace cinco años.