La primavera árabe, hacia un verano saudí

Miguel A. Murado

INTERNACIONAL

20 nov 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Uno tiene que sospechar que algo raro pasa cuando países como Catar, y ya no digamos Arabia Saudí, se convierten de repente en adalides de los derechos humanos en Siria, y llegan al extremo de suspender de la Liga Árabe a este país a causa de su «represión» y de la «falta de diálogo». Aunque ambas cosas son ciertas, suenan extrañas según quién las diga.

Esta aparente anomalía responde, en realidad, a una nueva dinámica en las revueltas de Oriente Medio y el norte de África. Las monarquías de la península Arábiga, que en principio se opusieron a las protestas, hace tiempo que se han recuperado de su sorpresa inicial y están interviniendo, cada vez de manera más agresiva, para condicionar su resultado. Esto no quiere decir que pretendan instalar en el poder regímenes similares al suyo, pero sí Gobiernos que les resulten cómodos. Siria es, hasta ahora, la apuesta más fuerte y el trofeo más codiciado en un juego que lleva años jugándose en la región y que ahora ha entrado en una fase crucial.

El bloque de las monarquías tiene su núcleo, por supuesto, en Arabia Saudí, cuyo poder procede tanto de los ingresos del petróleo como de su alianza con Estados Unidos, pero el grupo lo completan los países del Consejo de Cooperación del Golfo, entre los que ahora destaca especialmente Catar.

Entrar en el juego

Este «bloque saudí» vio con preocupación la caída de Ben Alí en Túnez, una preocupación que se incrementó con el hundimiento de Hosni Mubarak en Egipto, y que pasó a convertirse en alarma con la revuelta de Yemen, su patio trasero. Pero cuando la sublevación libia escaló a un conflicto armado contra un enemigo irreconciliable, Muamar el Gadafi, y las protestas llegaron al propio Golfo, con manifestaciones en Baréin, el bloque saudí hizo una nueva lectura de la primavera árabe. Decidió entonces entrar en el juego abiertamente para fomentar unas rebeliones y sofocar otras.

Fue como un cambio de cromos: prácticamente al mismo tiempo que la Liga Árabe apoyaba la intervención occidental en Libia, tropas saudíes y del Golfo invadieron Baréin para aplastar violentamente la revuelta democrática. En Yemen, Riad pasó a mediar entre el presidente Alí Abdulá Saleh y los rebeldes para mantener el control sobre la transición, mientras que en Túnez y Egipto aseguró su influencia futura por medio de una espectacular inyección de dinero a partidos islamistas, medios de comunicación y organismos de todo tipo.

El desequilibrio que ha introducido este dinero saudí y catarí ha llegado a provocar protestas en Túnez, donde los partidos laicos se manifiestan regularmente ante la Embajada de Catar para quejarse. Incluso en Libia, donde los rebeldes recibieron de Catar un apoyo muy valioso en armas y dinero, empieza a preocupar lo que el embajador libio ante la ONU describía ayer como «constante intromisión» de Catar en los asuntos internos del país.

El objetivo: Irán

Pero el objetivo último de toda esta estrategia es Irán, el enemigo mortal de Arabia Saudí. A ojos de Riad, Siria es la oportunidad de privar a los iraníes de su único aliado en la zona. Los saudíes han logrado finalmente que la oposición se organice en torno a los Hermanos Musulmanes y con su financiación.

El siguiente paso es empujar al país a una crisis definitiva. Si lo logran, habrán conseguido encauzar la primavera árabe hacia un verano saudí. Esto en teoría, porque la realidad suele ser muy poco respetuosa con los planes ambiciosos.