El tren bala -nada que ver con los regionales de Renfe y artilugios por el estilo- comunica las ciudades de Tokyo y Kyoto, separadas por 500 kilómetros. A pesar de su parecido (para escribirlas se utilizan las mismas palabras) Tokyo y Kyoto son universos distintos. Kyoto es considerada por los japoneses una ciudad pequeña, aunque tiene un millón y medio de habitantes (la mitad de la población de Galicia). Las calles están bastante descuidadas, con papeles y colillas tirados por el suelo, y baches por las calles. Los pasos de peatones están desconchados. Para no dar ningún nombre en concreto, digamos que tiene cierto parecido con algunas ciudades de Occidente. A Kyoto llegan todos los años 50 millones de turistas (en esto sí que no se parece mucho a las de Occidente) atraídos por sus más de 1.600 templos, algunos quitan el hipo, y 400 santuarios (en esto tampoco). Además, la ciudad forma parte del listado de bienes patrimonio de la Humanidad y, como Santiago, de la Liga de Ciudades Históricas del Mundo. Pero aunque no basta contarlo (hay que verlo) lo que en verdad seduce a un occidental en Kyoto es poder contemplar con sus propios ojos a una auténtica geisha. Apenas quedan cien en las casas de té de la ciudad, la única de Japón con una escuela (maiko) de preparación de geishas, que amenizan las veladas de hombres con mucho dinero tocando un instrumento, danzando y conversando, «no son mujeres de vida alegre», aclara Yoko. Además de geishas, en Kyoto se encuentran las tapas de alcantarilla más bonitas del mundo y existe, como en Tokyo, un sistema para aparcar coches y ahorrar espacio que bien podrían imitar ya mismo algunas ciudades gallegas.