España, de chiste a ejemplo a seguir

La Voz

INTERNACIONAL

Los «triunfitos» tienen tanto éxito en tierras lusas como Zara y los restaurantes de faralaes, mientras los prejuicios contra la prepotencia de los vecinos invasores se esfuman poco a poco.

10 mar 2006 . Actualizado a las 06:00 h.

España ya no da urticaria en Portugal. Y Galicia nunca la dio. El roce, por fin, empieza a hacer el cariño. Y se nota. Que se lo digan a Letizia Ortiz, la más buscada, elogiada y fotografiada entre la prensa frívola y rosa que asistió a la investidura del presidente de Portugal. «Yo la he visto. Es guapísima», grita una lisboeta emocionada. La pone primero a ella, y luego a él, el príncipe Felipe. No puede evitarlo. Aunque España esté de moda, en Portugal son republicanos. La cosa ha cambiado tanto en menos de un lustro que a Portugal ya no se le conocen ni los chistes. Ya no se oye el más repetido hace sólo tres años: «¿Qué es el ego? El pequeño español que todos llevamos dentro». Y no es que la crisis haya cambiado el humor a los lusos, sino que los españoles han crecido hasta situarse cerca de un estatus reservado a los gallegos: el de amigos y hermanos. «Digamos que nos conocemos mejor y, sobre todo, que los españoles ya no nos tratan con tanta prepotencia. Espero que no sea porque estamos fatal y damos pena», dice un profesor de Oporto, que matiza: «Lo que no ha variado es el trato a los gallegos, que siguen siendo muy queridos». El amigo gallego Aunque eso hay que ponerlo en cuarentena. Si bien es cierto que los gallegos son apreciados en el norte, más cierto aún es que en Lisboa no diferencian a un gallego de un madrileño o un asturiano. Hay excepciones, claro. Como el presidente de la Cámara Luso Española, un portugués nacido en África y con abuelos de Bueu, que en su despacho de Lisboa, bajo la mirada atenta del antiguo presidente de la república hecho foto, asegura que «los prejuicios contra los españoles se están acabando». Y también matiza: «Con Galicia no hay ninguno: jamás un portugués habló mal de un gallego». A ello ayuda la propia actitud de los hijos del telón de grelos. Sobran los ejemplos. Como el médico de Celanova que esta semana saltó a las portadas de la prensa portuguesa después de abrir por aclamación popular una clínica médica en la raia de Melgaço. Los vecinos le montaron una manifestación para que no se fuera, y el país lo disfrazó de símbolo de integración. Invasor con buenos precios Y más allá de lo épico, también hay razones bien prosaicas. España ha dejado de ser el invasor que se compraba un país de saldo, para interpretar el papel de benefactor económico que, con sus bancos supercompetitivos y sus tiendas de ropa barata, ayudan a los portugueses a llegar a fin de mes. Y la pela es la pela. Sobre todo en Portugal, donde no abunda. Por ahí dispara el cónsul de España en Oporto, hombre práctico: «Queda algo de prejuicio en la extrema derecha, pero Portugal sabe que su mejor aliado es España». El mejor y, hoy por hoy, el único, como corrobora el líder de la derecha lusa, Marques Mendes, muy lejos de las tesis de la extrema derecha nacionalista: «No hay sentimiento de animadversión. España es para nosotros un ejemplo a seguir». Los «triunfitos» triunfan Y aunque el político habla del tema favorito de los políticos lusos, la economía, lo cierto es que España y Galicia han ascendido al rango de musa. Mientras los fabricantes de ropa más punteros se suben al tren del modelo Zara, los baretos de Lisboa se entregan a los triunfitos españoles. Y al acento rugoso del Cigala. Incluso al fenecidísimo Antonio Flores. Porque donde acaba el prejuicio, el tópico triunfa. La integración llega incluso a los símbolos más rancios, como los faralaes de un restaurante lisboeta vestido de pantojas y mesas llenas. Peor le va a algunas tabernas gallegas venidas a menos. Es el caso del Solar dos Galegos, un bar que ha perdido hasta el lustre del letrero. Lo inauguraron unos emigrados, que hicieron de la taberna un punto de repostaje entre la Baixa y el Barrio Alto. Pero los gallegos murieron y sus hijos dejaron que el bar se fuera con ellos. Ahora es un rincón de paredes desconchadas en el que todas las noches el mismo cliente lee un libro distinto. Al lado, bulle un sex shop . Y a 300 metros se levanta la pensión Galicia, un lugar de paso para turistas sin presupuesto. Está cerca de un pub de moda, regido por un cubano de ancestros gallegos, y repleto de símbolos españoles. «Les gusta lo español cada vez más», cuenta. De fondo suenan Melendi, Julio Iglesias y Bisbal. Y decora, una bandera española. Republicana, eso sí.