En la soledad de su celda, Slobodan Milosevic ha tenido ocho meses para hacer balance de su vida y de la huella que deja en la historia de su país y por ende en Europa. Desde su llegada al poder en 1987, en su curriculum quedan tres guerras perdidas -Croacia (1991-95), Bosnia (1992-95) y Kosovo (1998-99)-, cientos de miles de muertos y la ruina económica de un Estado que era la envidia de los países tras el Muro. Según la fiscalía, su objetivo en estos tres conflictos era crear la Gran Serbia. Esta ambición llevó a una espiral de represión que ningún europeo creía posible a finales del siglo XX. El conflicto y la campaña de limpieza étnica se cobró la vida de 200.000 bosnios y en Kosovo la muerte de cientos de albaneses y la deportación de otros 740.000. Su habilidad política le permitió pasar de pirómano de los Balcanes a apagafuegos, ya que tras instigar a Karadzic y al general Mladic a defender con todos los medios los intereses de los serbios en Bosnia y Croacia, logró zafarse de ellos y disfrazarse de pacificador en el plan de paz de Dayton. Su luna de miel con Occidente acabó en Rambouillet. Luego vendría la guerra en Kosovo, un nuevo aislamiento internacional y la caída en desgracia entre su pueblo. El endiosado Milosevic acabó su carrera como moneda de cambio. Su detención el 1 de abril del 2001 en Belgrado y su entrega el 28 de junio a La Haya, coincidió con importantes ayudas internacionales para Belgrado. Ya entre rejas, Milosevic declaró: «Duermo muy tranquilo y mi conciencia está en paz».