El encuentro de presidentes autonómicos en Santiago es un ejemplo de la capacidad de llegar a acuerdos cuando las siglas, y los líderes nacionales de los partidos, quedan aparte
27 nov 2021 . Actualizado a las 05:00 h.Salvo Revilla, que se hizo un partido a la medida, y Feijoo que está fuera de cobertura, los demás líderes del G-8 habrán recibido llamadas disuasorias antes de entrar en la reunión. Sus líderes les dirían que semejante aquelarre autonómico vulneraba la anormalidad vigente, en la que no caben esos cambalaches promiscuos entre populares y socialistas. Lo ocurrido en Santiago es una transgresión similar a la de aquellos soldados que salían de la trinchera en tiempos navideños para abrazarse con los enemigos y cantar a coro Noche de Paz, mientras sus superiores rabiaban de ira ante tamaña insubordinación. En una guerra que no sea como la de Gila no ha lugar para ese tipo de camaradería. Entre Capuletos y Montescos no existe la tregua.
En eso está la política española y de eso se alejaron los periféricos. La cumbre eligió un lugar distante del cuadrilátero madrileño y se recogió en un espacio insonorizado contra los denuestos cotidianos de «hunos y hotros». Ese retiro monacal fue esencial para el éxito. Otra causa que propicia el acuerdo es dejar en el ropero, junto al abrigo y la bufanda, las siglas y los grandes principios ideológicos y, una vez liberados todos de estas cargas, hablar de una demografía que desconoce las fronteras administrativas y castiga por igual a galaicos, astures, cántabros y demás tribus ibéricas representadas en la tabla redonda.
Se repite en Compostela la dinámica que es habitual en el otro G-8, el de las potencias industriales que intentan enderezar el mundo. En tales citas el partido al que pertenezca cada mandatario es irrelevante ya que se disputa una eliminatoria internacional en la que se lucen los colores patrios, no los del club. En la España invertebrada de nuestros días Feijoo puede abrazarse con Moreno y Ayuso, a sabiendas de que juegan cartas diferentes en la financiación. Es una realpolitik que nada tiene que ver con aquella diplomacia estéril llamada Galeusca a la que el nacionalismo gallego acudía buscando el espaldarazo de sus hermanos mayores.
Al margen de reformas del Estatuto y Repúblicas gallegas independientes, el Foro fue más allá de las palabras y dejó una declaración sustanciosa. Se manifestó la otra España para honrar al espíritu de la Transición y de paso demostrar lo mucho que se puede acordar cuando ni Sánchez ni Casado están presentes. Quien sabe si no se habrán puesto las bases de una España futura al estilo de la Confederación Helvética donde los cantones se entienden entre sí y muy a lo lejos hay un presidente rotatorio cuyo mandato efímero dura solo un año. Si a los suizos les va bien así, entre los numerosos modelos que se barajan no habría que descartar un país gobernado solo por presidentes autonómicos como los que peregrinaron hacia el jubileo del acuerdo.
Oda al AVE
Poco dado a efusiones piadosas, Curros Enríquez no tuvo más remedio que recurrir a alusiones religiosas para expresar su entusiasmo por la llegada a Ourense de la primera locomotora. «A máquena é o Cristo dos tempos modernos». Décadas después, una parte del galleguismo tomaría otros derroteros que lo llevarían a mirar con suspicacia cualquier símbolo de progreso que alterara la Galicia rural. Aún hoy se piensa que las musas de los poetas no les suministran inspiraciones industriales, como ocurrió con Curros y con Pablo Neruda y su Oda a los trenes del sur. Habría que pedirle a Erato, que es la encargada del negociado lírico, que sugiriera a alguno de los bardos de nuestro tiempo un canto al AVE que también llegó a Ourense, tras vicisitudes y retrasos parecidos a los del primer tren que emocionó al poeta de Celanova. Nada mejor para fijar un acontecimiento como este en la historia que llevarlo a una estrofas llenas de júbilo, o a una canción pegadiza como O tren de Andrés Dobarro. Ojalá que alguien se anime.
Blanco y la página en blanco
Cuando alguien poderoso emerge a la superficie de la vida normal tiene ante sí una página en blanco donde está todo por escribir. Los hay que optan por rumiar sin descanso las cuentas pendientes acumuladas en el ejercicio del cargo, con una ingente secreción de bilis que les impide digerir la nueva situación. A otros se les da por ir de priores malhumorados que intentan tutelar a los novicios inexpertos. Más recientemente una tercera categoría se dispersa por tertulias que, pese a su nombre equívoco, nada tienen que ver con aquellas de los ateneos o casinos, o las del Derby compostelano, ágoras con chimeneas por las que salían al aire las ideas. Pues aquí tenemos a José Blanco escribiendo su página en blanco de otra manera, sin rencor, sin tutelas sobre los párvulos y sin exhibiciones como tertuliano. Padeció en su tiempo una velada gallegofobia en la capital del reino, como si llamarlo Pepiño pudiera descalificar por sí mismo cualquiera de sus méritos. Los tuvo, y a ellos se une ahora su capacidad para pasar página.