El peor recuerdo de Baralla

Jorge Casanova
JORGE CASANOVA BARALLA / LA VOZ

GALICIA

La villa sufrió hace 32 años el ahogamiento de dos niños de 3 y 5 años. Salieron a jugar mientras sus padres trabajaban. Cruzaron la carretera, al prado y al río. Nadie sabe con certeza lo que ocurrió

09 jun 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Visto hoy, ese recodo del río Neira no parece en absoluto peligroso. El cauce duerme, protegido por la densa vegetación de ribera que filtra la luz suficiente como para entrever los cantos del fondo. Desde el prado, intransitable por la altura de la hierba, hay un desnivel de unos tres metros hasta el borde de las aguas. «Está igual que estaba», admite Álvaro, un vecino de 40 años. Así que es fácil imaginar cómo el 13 de octubre de 1981 Inés, Valentín y Javier, los tres hijos de los panaderos, salieron a jugar mientras sus padres amasaban. Cruzaron la carretera, pasaron al prado y, de allí, al río.

Nadie sabe con certeza lo que ocurrió. Solo que Javier, el pequeño, fue el primero en caer al río y que su hermano se tiró a por él. La niña vio cómo el Neira se los llevaba y salió disparada a dar la voz de alarma. Eran aproximadamente las cinco de la tarde. «Cuando llegamos ya no se veía nada», evoca Manuela, la madre. Y, aunque mantiene la voz firme, le rueda ya por el rostro la primera lágrima.

El cuerpo de Javier apareció muy pronto, sumergido y atrapado entre unas raíces: «Lo sacó un chaval del pueblo». El de Valentín fue descubierto río abajo, pocas horas después. Para entonces el cauce ya estaba tomado por una multitud de vecinos y guardias civiles y la tragedia se había abatido sobre el pueblo.

«A la niña le quedaron secuelas -recuerda Manuela-. Siempre nos veía tristes; siempre estaba hablando de sus hermanos». Está convencida de que todo aquello acabó concentrándose en un tumor cerebral. «La llevamos al médico porque se mareaba en la clase de gimnasia y fue cuando le detectaron el tumor en la cabeza». Antes de que comenzara el tratamiento, una noche, cenando, la niña mostró síntomas de ahogo: «La sacamos a la terraza, pero ya se murió allí». Se derrumba su entereza. Y la mía.

La tragedia revivida

Al otro lado del puente, a unos 400 metros del lugar donde se ahogaron los hermanos, el río baja más alegre dando lustre a una coqueta área recreativa. Por allí alborotan la mañana una veintena de escolares de infantil. «Eu son de Baralla, pero non tiña nin idea. Nunca me contaron a historia», dice la maestra que cuida de la chavalada. Solo tiene dos años más que la tragedia y es la única persona del pueblo que me dará esa respuesta. Al resto, la noticia de Salvaterra les ha refrescado la memoria. Casiano recuerda cómo se metió en el río aquella tarde, cerca del lugar donde trabajaba, para evitar que pasaran los cuerpos de los chavales: «Fue terrible, quedó conmocionado todo el pueblo».

Manuela también se ha enterado de la desgracia de Salvaterra. Para ella, claro, con un dolor especial: «¡Pobre gente! ¡Lo que estarán sufriendo! Con los que se han ido no hay nada que hacer. Sufren los que se quedan». Y se reafirma en algo que cualquiera puede suponer: «Da igual los años que pasen. No se puede olvidar nunca en la vida. No vas a estar siempre hablando de lo mismo, pero olvidar es imposible».

Manuela pasó años tomando pastillas para los nervios, para dormir. Estaba en este mundo, pero no siempre. Valentín también sufrió mucho, cuenta ella, «pero él lo metía todo para adentro». Hoy es todavía el día en que no soporta la visión del río: «Nos invitaron a una matanza en una casa cercana, pero no puedo ir porque veo el río y ...».

Cuando falleció la pequeña Inés, tenía 11 años. «Era mocita», recuerdan en el pueblo con la distorsión que los años depositan en la memoria. La familia ya estaba edificando la vivienda en la que ahora reside y a la que se mudó con la panadería. Hace años que vendieron el negocio. A Valentín, una dolencia renal lo ató a una máquina de diálisis hace 14 años. Y así sigue. Por eso, el matrimonio tampoco ha podido salir mucho de casa: «El huerto es lo que más me distrae», dice Manuela. Y allí está, un huerto modelo, con una franja amplia de patatas; incipientes lechugas en perfecta formación; tomates y judías alineadas con precisión cartesiana: toneladas de amor allí depositadas por una madre sin hijos, una abuela sin nietos.

La visita al huerto nos alivia. Hace un rato, Manuela ha pasado un trago amargo abriendo el cajón de los recuerdos. Guardada en dos bolsas de plástico está la memoria de Javier y Valentín y la historia familiar hasta la tragedia: un viejo álbum con las fotos despegadas, recordatorios del entierro, un periódico con las esquelas... «Nunca lo miro», dice Manuela, que ahora ya no puede parar.

Apenas hay un par de fotos en las que aparezcan las tres criaturas. Eran tan pequeños que ni siquiera tuvieron tiempo de pasar por aquellas fotos obligatorias: la comunión, el colegio...

-¿Eran traviesos?

Manuela tarda un segundo en contestar: «Un poco». Los tres hermanos, curiosos, unidos, vitales, seguramente no se les ponía nada por delante. No vieron un enemigo en el río, vieron una oportunidad de divertirse. Por el pueblo, el recuerdo se ha ido deformando. Varios vecinos creen que los niños jugaban con un balón que cayó al agua y precipitó los hechos. Pero no había pelota alguna; de eso, la familia está segura. Otros dicen que los rapaces jugaban en un descansillo para pescadores, simulando que flotaban. ¿Quién lo sabe? En cualquier caso, poca importancia tiene. La película de los hechos también se fue río abajo para dejar un océano de dolor en el matrimonio, al que treinta años después todavía no le ha llegado la paz.