El año con frío en el corazón
Siempre me ha parecido una tontería esa idea de que el cambio de año nos permite un cambio de vida, como si en la noche del 31 al 1 hubiera una frontera invisible y cruzándola albergáramos una posibilidad de victoria, como si fuéramos Aníbal y sus elefantes atravesando los Alpes. Esta vez es diferente. Quién no quiere dejar atrás un año con pocas alegrías y muchas ansiedades, sin tacones y con pijamas, sin abrazos y con toque de queda, sin bailar y con cierre perimetral, sin sonrisas y con mascarillas, un año sin las manos de mi madre en la barriga de sus nietos, con pocas risas y alguna lágrima, un año donde han cerrado los bares y se han estrenado los policías de balcón, sin rouge en los labios y tristeza en los ojos; un año donde lo bueno es la soledad y lo malo es la soledad, sin cantar a gritos, sin bailar y con cierre perimetral; con exceso de silencio y despedidas mudas; un año sin cenas de amigas, sin citas de amantes; un año sin las manos rugosas de los abuelos, sin caricias, sin viajes, sin Navidad familiar, sin sobremesas largas ni manteles con migas; un año con distancia de seguridad y sensación de zozobra, con exceso de muertos y colas de hambre; un año sin presentaciones de libros ni recitales de poesía y con inútiles coros de expertos, un año sin pequeño comercio y mucho e-comerce, con poco sexo y mucho sexting, un año sin madrugadas ni besos en la barra de un bar, un año sin aire en la cara y con frío en el corazón.
Es pueril desearlo, pero que se derrita el hielo y lleguemos a Cannas.
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