Xuño y el perrito tobillero 

Juan Carlos Martínez EN EL COCHE DE SAN FERNANDO

FUGAS

19 jun 2015 . Actualizado a las 05:00 h.

Para andar y empaparse de paisajes cambiantes, pocos sitios como la península de Barbanza: desde las panorámicas de 360 grados hasta los acuarios microscópicos que cava el agua en el granito. En su vertiente norte está Xuño, que se merece un paseo aunque solo sea en honor a Carlos García Bayón, aquel escritor erudito, elegante y tocado por la gracia que vivía allí. Poco antes del pueblo, viniendo de Noia, la carretera cruza el río Sieira. Es obligatorio bajarse a recorrer la orilla, entre pinos, para ver los restos del puente viejo, solo un arco apuntado que sostiene el aire. Desde el bosque se oyen las olas de la playa, pero volvemos al interior para buscar las antiguas aldeas de piedras ciclópeas; los cierres de bloque y los muros de tuyas conviven con los rueiros abiertos, y en uno de estos aparece, montando escándalo, una especie en vías de extinción: el can tobillero. En sus días fueron los perros más frecuentes del campo. Más pequeños que un gato, tenían rasgos de pekinés, una raza que hoy ya no se ve. Se alimentaban de las sobras de la comida y como complemento nutritivo aprovechaban los talones de los viandantes que invadían sus dominios. «Son moi bos -decían los dueños-, dan moi ben á xente». Así que su trabajo era el de timbre de la casa y cámara del portero automático. Hoy, hasta en Xuño los están sustituyendo los doguitos franceses, que son medio mudos, y los carteles de «conectado a red de alarma». Salvados los tobillos, por fin llegamos a la playa de la laguna, un paraíso para la fauna en invierno y para la humanidad en verano. O sea, un paraíso siempre.