Cartas desde la trinchera

Maxi Olariaga

FIRMAS

12 may 2013 . Actualizado a las 07:00 h.

Aquella tarde de 1917, el acre perfume del azufre cegaba a las flores. Hacía ya tiempo que las águilas habían abandonado la serranía desahuciadas de sus nidales por el estruendo de la pólvora. Sobrevivían los escarabajos y las arañas. También las avispas que, en enjambres enloquecidos, viajaban como tornados sobre la campiña sobresaltando a las hormigas que ya habían comenzado el acopio de provisiones para la invernada próxima.

De vez en cuando el silbido metálico de un obús navegando entre la niebla, paralizaba la vida de todas las criaturas. Sobrevenía la explosión y los hormigueros envueltos en la hierba recién nacida, volaban por los aires convertidos en un amasijo de carne de caracoles y gusanos, envueltos en el fuego horrendo de la muerte. Un hombre asomó su catalejo sobre los sacos terreros que protegían la trinchera y estudió el paisaje lejano en el que dormitaban los chopos y las alondras. Todavía están lejos. El enemigo está a dos días de nuestra posición, masculló. Seguid con lo que estáis haciendo. Llamaba enemigo a su hermano. A otro hombre que, más allá de la geografía de su vista y protegido tras una fortificación, aseaba el ánima de los cañones.

En los despachos de la capital jugaban a la guerra los generales atusándose el mostacho mientras desplazaban sobre un mapa monigotes y carros de combate. Él sabía todo esto y mientras esperaba la muerte en la trinchera, escribía cartas y versos bajo un cielo de lona y ramas de eucalipto. Aquel día había decidido hacer testamento y, sin miedo ni angustia, lo redactó con la tranquilidad que da la gloria cuando habita el alma.

Había decidido legar sus libros a la escuela en la que aprendió a leer. Le pareció buena idea donar sus ropas al asilo de ancianos y su casa al pueblo para que la ocupasen los más pobres tras la guerra.

Se acordó de los mirlos solitarios que silbaban en su tejado y les dejó la higuera para que se hartaran de su fruto. Premió a los lagartos legándoles los muros de la huerta para que tomaran el sol y se cobijaran en la frescura de sus grietas. La viña se la reservó a las abejas y a las golondrinas el balcón.

Se acordó de la fuente que manaba al fondo del huerto y la dividió para que la disfrutaran las ranas y las libélulas, legándole el pozo a los tritones y a las salamandras que iluminaban las tinieblas de su fondo. Recordó cuántas veces Emma y él, estudiaron sus rostros reflejados en el espejo oscuro del agua persiguiéndose luego entre las margaritas y los pensamientos hasta derrumbarse sobre el perfumado edredón de la tierra limpia, mirando al cielo azul tan lejano en el que Peter Pan acababa de encender las mejillas de Casiopea con su estela de fósforo. A Emma le legó las constelaciones que desde el huerto podían divisarse y la mejoró con un beso líquido sobre su firma.

Enrolló como un papiro el testamento y lo introdujo en su anillo de oro. Hubo una gran explosión y la lona y el eucalipto le sirvieron de sudario. Una tarde del año 1923, una urraca peregrina dejó en el balcón de Emma el testamento abrazado por el anillo y ella cumplió su voluntad. No había muerto en vano. La paz de la casa había enmudecido el odioso alarido de la guerra.