Cada año, por estas fechas, alrededor del Día de Difuntos, pienso que, con nuestras visitas a los cementerios en las jornadas anteriores, es cuando los vivos y los muertos estamos más cerca. Como si confluyéramos unos y otros en los cementerios de nuestros pueblos, convocados por algo más profundo que la tradición y la costumbre. Acudimos allí para, de alguna manera, testimoniarles a los que ya no están que su recuerdo pervive entre nosotros, que es una forma de decirles que están vivos aún en nuestra memoria. Y que las flores que les llevamos no son más que una cariñosa prueba de ello. E incluso podemos susurrarles aquella vieja frase de que «Nadie muere del todo si alguien lo recuerda».
En los pueblos pequeños, como el mío, son unos días especiales, pues en el cementerio encuentra uno a vecinos y a amigos con los que intercambiar saludos y con los que compartir la alegría de seguir vivos.
Porque también se trata de eso: de reafirmarnos en que la vida vale la pena, en que no hay que desaprovechar los años que nos toque vivir, sin olvidarnos de que la muerte es el final natural de todo ser vivo y de que tendremos que cumplir el turno entero de servicio cuando nos toque. Si reflexionamos sobre esto en nuestras visitas al cementerio, quizá salgamos de allí más o menos reconfortados con la vida personal que llevamos… y hasta con energía para sobrevivir a toda esta farándula de un Halloween impostor y desnaturalizado que sufrimos cada vez con más insistencia comercial y mediática.
Yo, como cada año, también me he acercado hasta el cementerio donde descansan todos los míos. Trato de decirles mentalmente algo a cada uno de ellos: a mis abuelos, con el cariño con que los recuerdo; a mis padres, con la pena que aún no he logrado superar sus muertes prematuras; a mis tíos y primos, todos ellos cercanos y queridos.
Son ya muchos, pero me sorprendo al comprobar cómo el afecto mantiene vivo y fresco el recuerdo individual de cada uno. Y siempre acabo la larga visita con una reflexión existencial que me lleva pensar en el paso inexorable del tiempo, en la levedad de la vida humana, y en que, por todo eso, no debemos desaprovechar ni un solo día. Y salgo más contento de lo que entré. Un consuelo.