García Márquez, un teléfono sin batería, Escandoi y las magias de las abuelas

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

Ramón Loureiro

23 oct 2022 . Actualizado a las 00:15 h.

Y a propósito de efemérides, el viernes se cumplieron 40 años de la concesión del Premio Nobel de Literatura a Gabriel García Márquez, magnífico narrador que le regaló al mundo obras maestras como El coronel no tiene quien le escriba —y como Relato de un náufrago—, y que es autor, además, de novelas que deslumbraron a millones y millones de lectores, como Cien años de soledad. A estas alturas, poco puede decirse de él que no se haya dicho ya antes (otro día, con más tiempo, y sin pretender aburrirlos, les contaré lo que le pasó a un gran amigo, mío y de ustedes, a quien se le apagó su móvil, agotada la batería por completo, cuando otro amigo común, que entonces ostentaba una de las más altas responsabilidades de la cultura española, se empeñó, desde el otro lado del Atlántico, en ponerle al legendario Gabo al teléfono). Pero hoy no me resisto a recordar lo convencido que estaba García Márquez de que, a la hora de aprender a contar historias, ayuda mucho haber tenido una abuela gallega. Afirmación con la que, desde mi perspectiva de lector (cada vez estoy más convencido de que el acontecimiento central de mi vida fue aprender a leer), estoy plenamente de acuerdo. Porque no conozco ni una sola abuela de este Viejo Reino de Occidente que no posea el don de contar historias preciosas, especialmente a sus nietos. Si me permiten ustedes el comentario personal, mi bisabuela Carmen —subráyese que si as avoas son nais dúas veces, las bisabuelas lo son tres—, a la que al igual que a mis abuelas yo llamaba Madriña siempre (Madriña de Pedre, Madriña de Magalofes, etcétera...), poseía un especial talento para adentrarse en ese territorio en el que Todorov sitúa el ámbito de lo maravilloso. Es decir: allí donde lo extraordinario se entreteje con lo cotidiano sin despertar asombro alguno. Así relataba, por ejemplo, cómo en los tiempos de su infancia, a finales del siglo XIX, aún era muy común ir a llamar a los difuntos al cementerio por si querían sumarse a la peregrinación a San Andrés de Teixido; y cómo ellos, en forma de aire, su unían a la caminata, en alegre conversación con la gente de este mundo, sin que a nadie le extrañase eso. Mi abuela Carmen, en cambio, era más del ámbito de lo fantástico: cuando hablaba de la presencia de lo sobrenatural, siempre recalcaba que los espectadores de la aparición se habían llevado un susto tremendo. Mi abuela Josefa, que había venido de la Terra Chá, prefería, por su parte, la narrativa realista: historias de bandidos, de caminantes perdidos en la noche y, naturalmente, del lobo. Y mi madre versionaba los cuentos clásicos (de Andersen, de Perrault...), y me metía a mí dentro. ¡Mucho me acuerdo de ellas! Ahora no oigo sus voces. Pero sé que ellas me oyen a mí desde el otro lado del río. Y que, cuando yo cruce el río también, estaré con ellas de nuevo. Para siempre. La eternidad será eso.