Herencias literarias

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

01 jul 2022 . Actualizado a las 23:25 h.

El valor de las herencias que dejan los escritores son muy dispares. Es cierto que no todos tienen la misma calidad, pero también lo es que no todos tuvieron la misma suerte en cuanto a su reconocimiento. Estos días, en Madrid los herederos de Vicente Aleixandre reanudaron las disputas por la casa del poeta, Velintonia, muy visitada por todos cuantos aspiraban al reconocimiento del maestro y así empezar a ser alguien en el mundo de la poesía. La casa se va a subastar partiendo de la valoración de cuatro millones y medio de euros, pero la Comunidad de Madrid no quiere que nadie acuda a la cita porque tanto el edificio como todo lo que contiene está considerado Bien de Interés Patrimonial. El cabreo de los herederos, todos sobrinos nietos, es enorme porque ven que se van a quedar sin unos euros con los que contaron siempre. La Comunidad de Madrid quiere proteger tanto el continente como el contenido, porque en la casa se guardan verdaderas joyas literarias, manuscritos, correspondencia con los poetas, escritores e intelectuales del siglo XX (entre otros, Baroja, Lorca, Cernuda, Alberti, Dámaso Alonso, Cela, Gregorio Marañón, Octavio Paz, Gil de Biedma…). Con una biblioteca de más de 4.250 ejemplares, y con «uno de los archivos más completos de la Generación del 27», según aseguran los especialistas.

Vicente Aleixandre fue un poeta muy reconocido por sus compañeros de generación y valorado también por los más jóvenes. Célebre era la peregrinación de meritorios para visitarlo en su casa, en donde recibía, nunca antes de las seis, porque hacía una siesta larga; ni tampoco antes de comer, porque hacía un descanso prudente, que llamaban la siesta del canónigo. Fue Premio Nobel de Literatura en 1977, soltero y sin descendencia. El valor de lo que deja parece que pertenece más a la colectividad que a unos herederos lejanos. Este considerable patrimonio me recuerda el caso opuesto de otro escritor español, Alejandro Sawa, un poco mayor que Aleixandre, que fue noticia reciente porque su nieta política, hoy una anciana, pretende vender las pertenencias del escritor, un célebre personaje de la vida literaria madrileña de su época. Ella vive precariamente y quiere sacar algo provechoso de las dos carpetas que el abuelo de su marido ha dejado a los descendientes. Dos humildes carpetas de cartón, con dos gomas como cierre de seguridad. En ellas lo que la nieta ofrecía a los merchantes era volátil, sin valor material, sin cotización fija: un poema de Rubén Darío dedicado a la hija de Sawa, un grabado de Verlaine con un soneto dedicado, una foto de Carlos Marx y otra de Baudelaire, dos cartas de Valle-Inclán, un autógrafo de Pérez Galdós, cartas de acreedores, hojas sueltas de periódicos... Alejandro Sawa fue un escritor sin éxito, que murió pobre y olvidado de todos en Madrid, en 1909. Autor de novelas ?entre el naturalismo y el folletín romántico- y de algún drama menor, se hizo célebre en la literatura española por haber servido de modelo para un personaje de Pío Baroja —Rafael Villasús, en El árbol de la ciencia— y, sobre todo, por ser el referente real del gran Máximo Estrella, protagonista del esperpento valleinclanesco Luces de bohemia (1920). En ella, Alejandro Sawa (o Max Estrella) aparece como el último bohemio, rodeado de esa aura fatal que presidió toda su vida. Como escritor no fue siempre bien comprendido, aunque el mismo Jorge Luis Borges consideraba a Sawa como el mejor escritor español de principios del siglo XX. De poco le sirvió a la nieta.