Recuerdos sobre ruedas

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

07 mar 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Aquella época fue irrepetible, como todas las épocas, y la gente y los sucesos de entonces no volverán nunca y morirán cuando ya nadie los recuerde». Esto dice Luis Landero en su última novela, El huerto de Emerson, y en ello pienso yo mientras voy en mi coche subiendo la cuesta de los Barreiros, detrás del autobús que une mi pueblo con Santiago. Lo que antes era «el coche de línea» o «el Celta» ahora es «autobús de transporte público» y también es otra la empresa. Hay dos carriles de subida, pero no quiero adelantarlo. Prefiero ir detrás de él y rehacer mentalmente el viaje de aquel viejo coche que nos cogía muy temprano en el pueblo y nos dejaba, hora y cuarto después, en un Santiago pueblerino e inolvidable, más cerca de la Edad Media que de la modernidad que no acababa de llegar nunca. El mismo coche que, por la tarde-noche, nos devolvía a la familiaridad y monotonía de la vida diaria del pueblo. Pero antes de llegar había que subir los Barreiros, por donde vamos ahora, la cuesta empinada y con más curvas por metro cuadrado que había en toda la comarca. Carretera estrecha, pinos y vegetación a ambos lados, curvas cerradas, sin visibilidad… un vía crucis para cualquier vehículo, pero una misión casi imposible para el viejo coche de línea. Subía jadeando, despacio, como con temor a lo que pudiera surgir entre la niebla y la maleza. Porque este coche, durante los largos meses del invierno, era nocturno: salía a las ocho de la mañana del pueblo y llegaba de regreso a las ocho de la noche. Siempre con el mismo chófer y el mismo revisor: dos vecinos adustos, con su gorra y chaqueta de dril desgastadas, con cara de haber dormido mal por las mañanas y cara de cansancio por las noches. Al final de dicha cuesta, el coche, los dos empleados y los viajeros que lo necesitasen tenían un merecido descanso. En una taberna que había a la derecha se hacía una parada breve con la disculpa de recoger a una docena de obreros que trabajaban en la fábrica de madera que había al lado de la explanada que hacía de aparcamiento. Pero también se aprovechaba para tomar un café o una copa, que ayudaba a recuperar el ánimo perdido por el mareo de estómago que provocaba en mucha gente la subida.

Recuerdo un perro que estaba atado a la puerta de la taberna y lo contento que se ponía cuando veía llegar el coche. Años después, cuando se arregló la carretera y el coche ya no pasaba tan cerca ni hacía esa parada, el perro seguía ladrando al oír el sonido inconfundible del motor. Y ladraba con mucho empeño, pero desconcertado y ya sin esperanza.

Yo hice muchas veces el viaje de ida y vuelta en ese coche, especialmente en sexto de bachillerato por razones de estudio. Empezaba el viaje medio dormido, con gente mayor y ensimismada en sus problemas. Pero a medida que el coche se acercaba a Santiago, iban subiendo estudiantes con destino a colegios e institutos, y uno iba espabilando. La mayoría eran chicas de mi edad, abrazadas a sus libros. Siempre tuve la esperanza de que alguna se sentara en el asiento de al lado, pero fatalmente, en alguna parada anterior, lo ocupaba alguien, o una señora cargada de bolsas o algún señor de boina y bastón. Y allí iba yo, encajonado contra la ventanilla, asistiendo de espectador a la algarabía jovial de aquellas chicas tan despiertas y atractivas.

Y con esos recuerdos del viejo coche de línea decidí adelantar al moderno autobús de ahora, muy moderno, pero sin el carisma legendario de aquel. Este ya no me dice nada.