Llegar un poco más tarde

Ramón Loureiro Calvo
Ramón Loureiro CAFÉ SOLO

FERROL

18 jul 2020 . Actualizado a las 23:28 h.

Es cierto que el éxito está sobrevalorado. Y la victoria, más todavía. Me lo comentaban esta mañana unas señoras muy amables y muy simpáticas con las que coincido a menudo cuando yo voy a tomar el primer café del día y ellas se dirigen, paseando, al parque en el que hay unos patos que también son grandes amigos míos. Me decían estas señoras, hoy un poco enfadadas, que vivimos un tiempo en el que todo el mundo quiere ser el primero en algo, sentirse siempre más importante que los demás; y, por supuesto, tener razón. ¿Dónde ha quedado aquello de que ahora íbamos a centrarnos en las cosas que realmente valen la pena? ¡Qué rápido olvidamos! Pero, como saben muy bien los deportistas -y como sabía también Onetti-, la línea que separa el triunfo de la derrota es extraordinariamente delgada. Steve Prefontaine, probablemente el atleta más venerado de la historia de los Estados Unidos -su ejemplo va más allá de lo deportivo, y se le considera la personificación del valor-, nunca ganó una medalla olímpica. Fue cuarto en los 5.000 metros de los Juegos de Múnich, en 1972, donde llegó décimo el vigués Javier Álvarez Salgado, otro fondista muy querido. Tampoco ganó medalla olímpica alguna Bannister, el primer atleta que corrió una milla en menos de cuatro minutos (fue cuarto en los Juegos de Helsinki, en 1952). Ni el gran Mariano Haro, nuestro querido Mariano, cuarto en el 10.000 de Múnich y cuatro veces seguidas subcampeón del mundo de campo a través. Entre los atletas olímpicos que más admiro hay, como es natural, muchos campeones, como el cubano Alberto Juantorena, ganador de los 400 y de los 800 metros en Montreal-76. Un extraordinario ser humano a quien tuvimos la suerte de conocer cuando visitó Galicia invitado por Isidoro Hornillos, olímpico también él en un par de ocasiones. Pero si yo tuviese que elegir una gesta deportiva me quedaría, sin duda, no con el color del oro, ni con el de la plata, sino con el bronce de Abascal en los Juegos de Los Ángeles-84. Un bronce que le vi ganar en una tele en blanco y negro, y que me dio una inmensa alegría cuando, en nuestra casa de Sillobre, yo empezaba a recuperarme un poco de una larga enfermedad. El oro es para las enciclopedias, claro que sí. Pero el bronce es para el corazón, que es donde se fragua la eternidad. Y el cuarto puesto, el de las leyendas como Prefontaine, Bannister y Haro, ya no digamos.