También se muere de éxito

José A. Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

28 jul 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Escribo estas líneas el 25 de julio, el Día del Apóstol, que es como tradicionalmente se conoció siempre la festividad de Santiago. Y tengo muy fresco todo lo que la Xunta de Galicia, por boca de su presidente, ha diseñado como Plan Estratéxico para preparar el Xacobeo de 2021. No quieren caer en improvisaciones, y se han propuesto preparar con tiempo un acontecimiento que, desde el punto de vista económico y turístico, va a tener un gran impacto en Galicia. Triplicarán el presupuesto del anterior Año Santo. También esperan superar holgadamente los 9,3 millones de visitantes que llegaron hasta Santiago en el de 2010. Cuentan con crear 11.500 empleos nuevos y darle un fuerte impulso al sector turístico gallego. Además, el proyecto va más allá de 2021, porque en el marco de 11 años vamos a tener tres Xacobeos (2021, 2027, 2032) y hay que preparar una infraestructura potente para la enorme avalancha de gente que se espera.

Todo esto está muy bien, pero quizá habría que empezar a pensar si no estaremos desnaturalizando una ciudad genuina y auténtica como hay muy pocas en el mundo. Ya sé que el turismo y la afluencia masiva de visitantes generan dividendos y empleo. Pero también debiéramos saber que todo ello lleva implícito un coste elevado, como la despersonalización y pérdida de lo autóctono. En Santiago, estos días y durante muchos meses, es imposible dar un paseo por los lugares más atractivos de la ciudad, entrar en un bar o en un restaurante que no se parezca a cualquier otro que encontraríamos en sitios despersonalizados de la costa mediterránea. También nos tropezaríamos con el mismo personal de pantalón corto, camiseta de tirantes y calcetines blancos. La gente de Santiago lo afirma categóricamente: la ciudad está perdiendo su identidad, su personalidad, su gracia y encanto. Que es mucho perder.

Y en este punto el teclado de mi ordenador empieza a ser manejado por los dedos del niño y adolescente que fui y que vivió todo su bachillerato en un colegio de Santiago. Y a medida que escribo, reviven en mi memoria aquellas imágenes que los ojos infantiles dejaron grabadas en mis retinas. Y surgen en la niebla de tristeza que dejan las cosas que se han ido para siempre. Hasta se fue aquella niebla envolvente de los inviernos compostelanos, que sólo parecía aligerarse bajo el peso solemne de la campana de la Berenguela, cuando daba las horas con sus cuartos. Y revivo las imágenes de aquellos viejos tejados que contemplaba en las tardes de lluvia, que eran casi todas, a través de la ventana del tercer piso de mi habitación. Imágenes de una ciudad bisbiseante, de gente cobijada bajo los soportales bíblicos, siempre protegiéndose del cielo gris, pesado como una losa. Y las horas infinitas por delante, con el olor a humedad de invierno que trepaba en cada edificio por las piedras milenarias. Imágenes viejas y ya perdidas, como las viejas tabernas con solera, los cafés literarios, ennoblecidos por conversaciones ilustradas. Y no quiero olvidar, tampoco, el posterior Santiago universitario, que ya se había sacado el corsé de misas cantadas y novenarios, para sustituirlo por jóvenes estudiantes que llenaban las rúas compostelanas de vida, de naturalidad y de futuro. Éramos muchos para una ciudad pequeña, pero éramos del país, nos reconocíamos en nuestras costumbres y en nuestras relaciones. Aquel Santiago ha desaparecido para siempre y a nosotros no nos queda otra que lamentarlo.