Al calor de los recuerdos

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

02 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Algunos de estos días calurosos que tuvimos en agosto los pasé en mi pueblo. Allí la alta temperatura, por no contar con la protección refrescante del mar, en días así resulta casi agobiante. Ni la sombra generosa de los castaños ni la del viejo nogal sirven de refugio total en las horas de más calor. En otros tiempos, todo se compensaba disfrutando sin prisas del suave fresco del anochecer. Era el agradable alivio de la jornada, que sobrevenía con las primeras horas de la noche y que los vecinos gozaban sacando a las puertas de sus casas sillas y banquetas para una tertulia plácida y pausada. Sin embargo, ahora, al agobio caluroso del día le faltan esas escenas familiares que nos regalaban las noches. No es que las eche en falta, pero me gusta recordarlas. Yo nunca llegué a vivirlas como contertulio, es decir, sentado en ese círculo de sillas que se iba formando en función de la proximidad de los vecinos, porque esa época duró lo que duró mi niñez, y los niños jugábamos por las calles y por la plaza cercana mientras nuestros padres y abuelos se entretenían hablando de la vida. Al día siguiente no había que ir a la escuela y disfrutábamos de todos los matices que nos ofrecía el verano sencillo y sedentario. Las niñas saltaban a la cuerda mientras cantaban hermosas historias que hasta muchos años más tarde no supe que eran viejos romances. Simultáneamente, los niños jugábamos al escondite aprovechando las sombras de los callejones adyacentes. Después, acabábamos juntándonos unas y otros, nos sentábamos en corros a la luz de las bombillas de las esquinas, y nos contábamos películas y cuentos de miedo…

De aquella plaza de tierra apisonada el tiempo ha ido llevándose la sonoridad alegre que en esas noches se originaba con las conversaciones tenues de los vecinos y con los gritos joviales de los niños. Solo quedan, ¡y menos mal!, las casas que la rodean, transformada ahora en un espacio público asfaltado, inerte y sin gente. Ya no hay niños que jueguen en ella, ni mayores que se animen a sacar las sillas a las puertas de sus hogares. Los niños, si es que queda alguno, estarán en su habitación jugando con la consola o chateando con su smartphone; y los mayores, viendo cualquier serie en la televisión, sin ningunas ganas de salir a hablar con sus vecinos porque ya hay muy poco que contarse. Su mundo también ha quedado atrás. Aquella vida que conocieron, aquellos saberes propios de sus profesiones de artesanos o de agricultores hoy no le interesan a nadie. Es como si hubiesen quedado obsoletos e inservibles ante la avalancha de las nuevas tecnologías y la aparición de nuevas costumbres.

Tampoco interesan ya aquellas historias de muertos que aparecían en la oscuridad de los caminos, ni la amenazadora presencia de los lobos en la curva montañosa del río en las noches crudas de invierno, ni las penalidades que algún abuelo había vivido en la guerra de África del año 21. Todo pertenece a un tiempo que ha quedado sepultado por la modernidad.

La vida, ya se sabe es cambio debido al progreso, pero hay que andar con mucho tino y no olvidarse de cuestiones importantes, como es el contacto verbal con la gente, empezando por los que están más cerca. Porque sería muy triste que se hiciese realidad aquel anuncio que una cafetería de pueblo puso a la vista de sus clientes: «No hay wifi, así que procuren entretenerse hablando unos con otros».