Difícil decisión

José Antonio Ponte Far VIÉNDOLAS PASAR

FERROL

20 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

No es raro encontrar en la prensa diaria una fotografía que nos llame la atención. Puede ser por su temática, por su estética, por su comicidad, por su dramatismo… A mí me impresionó una que repitieron recientemente todos los periódicos en sus páginas deportivas. Era una imagen no trágica, pero triste, además de simbólica para algunas cuestiones de nuestra propia vida. La fotografía, lo mismo que otras muchas obras artísticas, tenía mensaje. Me interesó por lo que reflejaba y por la reflexión que sugería.

Me estoy refiriendo a la imagen del gran atleta jamaicano Usaín Bolt, caído en la pista del estadio londinense donde disputaba una prueba del campeonato del mundo de atletismo. Su cara denotaba dolor y desconcierto. Dolor, por un tirón en su muslo derecho; y desconcierto, porque le ha ocurrido justamente el día en que estaba corriendo su última carrera. Había anunciado que este Mundial sería el de su despedida de las pistas, después de haber asombrado al mundo ganando todas las pruebas de velocidad que disputó a lo largo de los últimos nueve años, que se traducen en ocho medallas de oro olímpico, once títulos mundiales y los récords del mundo en 100 y 200 metros lisos. Era, sin discusión, el hombre más rápido del planeta Tierra. Para todos los amantes del deporte, Usaín Bolt es el mejor atleta que se ha visto nunca en las pistas de atletismo. Un ejemplo perfecto de talento, condiciones físicas y deseo de mejorar. Quizá por eso era tan querido en cualquier parte del mundo y tan ovacionado cuando ganaba, que era siempre. Desde el principio fue una persona abierta y divertida, que corría con una sonrisa en los labios. Como también era humano, presumía de sus hazañas, pero generaba regocijo, no rechazo. Nunca le faltó al respeto a ningún rival y ayudó, como nadie, a popularizar el atletismo: las pruebas de velocidad eran las más vistas en las Olimpiadas y en los Mundiales que él disputó. Su historial ha pasado ya a los anales de la leyenda.

La caída de Usaín Bolt (y la derrota sufrida el día anterior en la prueba de los 100 metros lisos) nos viene a recordar que siempre, y en todo, hay un final, que acaba llegando. Y que hay que saber prepararse para ello, y ser valiente para escoger el momento oportuno en que uno debe irse. Lo decía ya el emperador y filósofo Marco Aurelio: «Te embarcaste, surcaste mares, atracaste… ¡desembarca!» Nos pasa un poco a todos, pero especialmente a los personajes públicos: no encuentran nunca el momento de irse del escenario que han venido ocupando durante años. Temen la soledad del anonimato, de la vida corriente, de los pequeños placeres. Y temen mucho más aún que su teléfono móvil deje de sonar constantemente, invitándolo aquí y allá, pidiéndole un favor o un consejo interesado. «Ya no me llama nadie más que mi madre», me confesaba una vez un alto cargo político meses después de que lo cesaran en el cargo. «Qué suerte -pensé yo- que ahora podrás hablar con ella sin prisas, y escucharla con más atención». Mi abuelo, que no había leído a Marco Aurelio, pero bebía también de la fuente del sentido común, en el momento de su vida que consideró oportuno, nos dijo que iba a empezar a «recogerse». Se dedicaría a contemplar los manzanos y a podar los rosales. Difícil decisión. El atleta Bolt, también hombre lúcido, ya había decidido dejar de correr. Pena de la foto, caído y dolorido sobre la pista.