¿Hemos asimilado todas las lecciones?


Se ha cumplido un año desde que la OMS declarara a la nueva y misteriosa enfermedad de carácter epidémico, la covid-19, como una emergencia de salud pública de trascendencia internacional. Esto sucedió unas semanas después de que se detectaran por primera vez en Wuhan una serie de casos de neumonía atípica severa, de que se aislase el SARS-CoV-2, el inédito agente causante, y de que se tomasen medidas draconianas para tratar de contenerlo. Se produjo unas semanas antes de que fuese designada como una pandemia en virtud de su presencia simultánea e interdependiente en todos los continentes. Se trata de la pandemia más ominosa del último siglo y alcanza ya una cifra de 100 millones de contagios en todo el mundo. Ha causado un intenso sufrimiento, ha golpeado fuertemente la actividad económica y social, ha afectado notablemente la movilidad, ha producido millones de fallecimientos y ha generado en numerosos países dramáticos colapsos asistenciales que han puesto a los sistemas sanitarios al límite de su capacidad.

La pandemia nos ha dejado muchas enseñanzas, pero no siempre hemos sabido aprender a la velocidad necesaria. Tampoco hemos tenido la capacidad de incorporar, con suficiente prontitud, las lecciones aprendidas a la toma de decisiones y la adopción de las medidas para interrumpir la transmisión, mitigar su impacto y doblegar la curva. Pero si algo ha resultado claro es que la realidad ha superado los escenarios imaginados y las previsiones iniciales.

Necesitamos tener más capacidad anticipatoria, más acciones colectivas de carácter vinculante, mejor preparación pandémica, mejores planes de contingencia y una mejor gobernanza internacional para este tipo de situaciones.

La pandemia nos ha mostrado que, en un mundo globalizado en el que el trasiego de personas es enorme, una epidemia severa se extiende a una velocidad inimaginable. Que esto requiere acciones drásticas para contener su diseminación, más eficaces cuanto más tempranas. A todas luces las reacciones iniciales no estuvieron a la altura de los hechos: los mecanismos internacionales de coordinación y acción para limitar el movimiento de personas fueron insuficientes y poco convergentes. En este sentido, una primera lección es que necesitamos tener más capacidad anticipatoria, más acciones colectivas de carácter vinculante, mejor preparación pandémica, mejores planes de contingencia y una mejor gobernanza internacional para este tipo de situaciones.

La evolución de la pandemia ha revelado también que los paradigmas clínicos y epidemiológicos en los que estaban basadas las recomendaciones técnicas para controlar epidemias y pandemias de enfermedades transmisibles primariamente respiratorias quedaron desbordados y han tenido que ser revisados, a veces a marchas forzadas. Desde la transmisión no solo por gotículas, sino también por aerosoles, pasando por las recomendaciones sobre el uso de mascarillas y, muy especialmente, el hecho de que existe una enorme transmisión silenciosa por personas infectadas que son asintomáticas positivas, lo cual obliga a hacer muchas más pruebas diagnosticas para diagnosticar tempranamente y a hacer rastreos retrospectivos más exhaustivos, para romper las cadenas de transmisión y evitar la transmisión comunitaria extendida.

El devenir del  covid-19 nos ha mostrado la enorme fragilidad de las personas mayores ante esta nueva enfermedad y la dramática letalidad, que alcanza proporciones pasmosas en los mayores de 75 años. A ello se ha sumado la tremenda vulnerabilidad que suponen las residencias geriátricas en las que conviven con gran proximidad física numerosas personas de edades avanzadas, lo cual ha generado un altísimo número de contagios y una elevada proporción de fallecimientos (alrededor del 60 % en España). Pero ha costado trabajo internalizar las lecciones para tomar medidas anticipatorias y proteger mejor a las personas mayores, para blindar de manera mas eficaz las residencias geriátricas y para modificar rápidamente los modelos de atención sociosanitaria

Una cuarta dimensión de aprendizaje que nos ha dejado la pandemia es la importancia de las medidas de mitigación que se toman para reducir los contagios cuando la transmisión comunitaria está muy extendida. Que los toques de queda amplios, los cierres tajantes y los confinamientos severos son medidas que no solo bajan la incidencia, sino que reducen el número de fallecimientos. Y que cuanto antes se tomen, más efecto tienen. Además, terminan por ser las medidas que permiten restablecer con más prontitud la actividad económica y social. Pero debemos aprender que este tipo de iniciativas tienen que ser acompañadas de apoyos económicos y mecanismos de protección social para los sectores afectados y los colectivos más golpeados.

Nos queda la lección sobre la importancia de los comportamientos, de las prácticas culturales y de la disciplina cívica en la lucha contra una pandemia de esta naturaleza. Nuestras sociedades no parecen haber internalizado suficientemente que buena parte del éxito depende de las responsabilidades individuales y sociales. Nos hemos quedado cortos en el compromiso de protegernos y proteger a los demás como parte de un ejercicio real de solidaridad. La reticencia para cumplir con las restricciones y la dificultad de abandonar practicas culturales que suponen riesgos incrementados de transmisión del virus han hecho aún más difícil la compleja tarea de cambiar con prontitud hábitos y costumbres a fin de atajar la transmisión. Y ante ello no hemos sabido poner en práctica una comunicación y una pedagogía social efectivas para revertir estas tendencias.

Ojalá sepamos aprender de todas estas lecciones y, en lugar de desgañitarnos en alegatos políticos, tengamos la altura de miras para tomarnos en serio las lecciones y no repetir errores evitables que tienen un alto coste humano, económico y social.

Por Daniel López Acuña Exdirector de de la OMS

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