Pamplona, principios de los noventa. Una decena de jóvenes se tapan la cara con pañuelos palestinos. Vuelcan un contenedor de basura y le prenden fuego en la calle Mercaderes, en pleno casco viejo. La policía llegará pronto. Alistan sus botellines con pañuelos colgando. La mayoría de estos cócteles molotov fallarán. Sacan la rejilla de la alcantarilla y rompen con ella el borde de la acera para conseguir piedras grandes. Por la curva de la calle Estafeta, la de los toros de San Fermín, aparece la Brigada de Antidisturbios. Los vecinos que se ven el paño se apartan. Están acostumbrados como a un mal sueño que vuelve cada noche. Primeros gritos, una pedrada, un cóctel, una pelota de goma. Carreras. Los radicales huyen entre paredes llenas de carteles en los que Jarrai llama al borroka eguna (día de lucha). Cada uno se va por su lado. Pamplona, 9 de diciembre de 2000. Varios jóvenes, encapuchados y ocultos en la noche, aparecen en la calle Valtierra. Son pocos, pero saben a qué van. Les han marcado el objetivo. Lluvia de cócteles sobre la sucursal de Caja Navarra, botellas de vidrio que no tienen mecha, pero que estallan al contacto. El fuego obliga a desalojar a los vecinos del primer piso. Para entonces no queda rastro de los encapuchados, ni siquiera las huellas, que han protegido con guantes de látex y esparadrapo. Entre una escena y otra median diez años y un salto cualitativo en la estrategia de ETA. Lo que antes era desordenado y casual se convierte en sistemático y organizado. Nacen los «grupos Y», campo de entrenamiento de futuros etarras que antes fuera Argelia. De ahí a los comandos sólo queda el salto de la clandestinidad. Poco queda de las barricadas. La misión es otra: «Crear un clima de inseguridad. Que la kale borroka haga suyos frentes de ETA para que ETA pueda incidir en el núcleo central del conflicto», decía el documento Karramarro 2. Lucha callejera era lo de antes.