Programados para morir

ECONOMÍA

Los productos ya no se diseñan para durar, sino para fallar. ¿Dónde están los límites de la obsolescencia programada? Europa empieza a tomar cartas en el asunto

23 nov 2014 . Actualizado a las 22:38 h.

En el parque de bomberos de Livermore Pleasanton (California) hay una bombilla que lleva encendida más de 113 años. No es un milagro; simplemente una superviviente. Antes de la crisis de 1929 este tipo de luces eran poco menos que inmortales y la mujeres usaban un par de medias de naylon que nunca se rompían; como dicen nuestros mayores, las cosas entonces duraban más. Luego llegó el descalabro en los mercados y tras él, el momento de reactivar la economía y, por tanto, potenciar el consumo. Pero, ¿quién necesita algo que ya tiene, algo que compra una vez y le dura toda la vida? Cubrir una necesidad no solamente supone identificar un nicho insatisfecho y llenar sus agujeros. En ocasiones, para saciar determinados apetitos es necesario crearlos. De esto, justamente de eso, trata la obsolescencia programada: de acortar la vida útil de los productos intencionadamente para obligar al consumidor a hacerse con otro nuevo.

Una vez que el mundo consiguió recuperarse de la Gran Depresión, se aprobó en Estados Unidos una ley que establecía que todos los productos tuvieran una muerte planificada, pero no fue hasta la década de los 50 cuando la industria comenzó a tomarse en serio el tema. Su objetivo estaba claro: maximizar los beneficios y generar empleo. Los americanos, a diferencia de los europeos -empeñados en crear productos mejores, eficaces, resistentes y duraderos-, fueron inteligentes y sembraron un sentimiento constante de insatisfacción en el consumidor, que se acostumbró a la idea de que reparar resultase más caro que comprar. Cultivaron a conciencia el deseo de adquirir algo de última generación, cada vez más rápido, cada vez mejor.

Hoy, este comportamiento ya ni siquiera resulta extraño. A nadie le sorprende que un cartucho de una impresora sea más costoso que un linotipia doméstica sin estrenar; que se manufacturen electrodomésticos con tornillos que cierran, pero no abren, imposibles de arreglar; y la sociedad ha aprendido a encajar sin sobresaltos, entendiéndolo como un mal necesario para fomentar el consumo, que Apple, por ejemplo, explique la jubilación de su icónico reproductor musical, el iPod Classic, alegando que, en determinadas partes del mundo, resulta imposible conseguir algunas de las piezas necesarias para su fabricación.

Este concepto interiorizado empieza sin embargo a escocer en un contexto de crisis económica madura y muy poco indulgente en el que los cacharros comprados en tiempos de bonanza empiezan a cascar. Porque esta obsolescencia, actualmente en la diana de los gobiernos europeos con Francia liderando la cruzada, no es solo programar bombillas para que se apaguen a las 1.000 horas de uso; es también la escasez de repuestos, los componentes no reutilizables y una impracticable ingeniería, a base de plásticos endebles y piezas pegadas que generan toneladas de basura y que convierten cada aparato en un objeto de usar y tirar.

Francia se pone seria: multas de 300.000 euros

Nuestros vecinos galos han sido los primeros en levantar la voz contra la obsolescencia programada. Su Parlamento acaba de aprobar, dentro de la Ley de Transición Energética, penas de hasta dos años de prisión y multas de hasta 300.000 euros para las empresas que, excusándose en las leyes del mercado y su propia supervivencia, violen las leyes de defensa del consumidor. La iniciativa partió de la formación política ecologista Los Verdes, que defiende que esta muerte anunciada es más que nociva para el medio ambiente y la sostenibilidad. Pero además supone un engaño en toda regla al consumidor que, por primera vez, y aún sin la norma ratificada en el Senado, ha sido reconocido por un texto legislativo. Bélgica hizo un amago hace tres años cuando el Senado le pidió al Gobierno que prohibiese estas limitaciones técnicas, estos fallos deliberados. Pero el intento no cuajó.

Los otros actores europeos se mantienen en un segundo plano, pero con los ojos bien abiertos. En el 2013, el Comité Económico y Social Europeo aprobó un dictamen que exige la prohibición de esta práctica con argumentos que apelan a la generación de empleo en el sector de las reparaciones y proponen soluciones como etiquetar adecuadamente los productos para que el consumidor decida si comprar algo que va a caducar en tres años. Las fichas empiezan a moverse frente al enrocamiento empresarial, que no se cansa de repetir que la esperanza de vida de un producto es cada vez más corta porque lo que se demandan son aparatos cada vez más baratos. La dictadura del lowcost.