Porque en Destello bravío de lo que se trata es de arañar los anhelos, las soledades, las plegarias no atendidas de sus mujeres no a través de la melancolía o de las evocaciones -eso se lo dejan al cine pulidito y complaciente de Las niñas, que por algo se llevará los Goya de calle- sino por el aventurerismo de una ruta surreal que es deudora de Buñuel y de David Lynch. Entre estas mujeres hay una casada fetichista que ejerce su liberalidad de estricta gobernanta haciendo que su marido lama las paredes del techo de su dormitorio para luego abandonarlo y darle a la vida loca mientras suena el flamenco psicodélico de Quentin Gas & Los Zíngaros. Otra se graba a sí misma, en lo que con el tiempo serán psicofonías.
Las conversaciones machirulas de los hombres en el bar, criticando esa revuelta del otro sexo, suenan a las de aterrorizados supervivientes a una balacera en Río Bravo. Porque el poder de Destello bravío reside en esas mujeres que muy bien podrían encontrar en su jardín una oreja cortada. Y el wild bunch de la secuencia final del baile, con las damas luciendo joyas y traje de domingo y acariciándose ellas mismas y unas a otras en una bacanal de la España vaciada que se rebela y se resiste a morir o a cerrarse en el armario, las proyecta hacia el futuro como las nuevas Hijas del fuego, dignas herederas del mural porno porteño y lésbico de Albertina Carri. En esa liga de la transgresión cosmopolita juega, partiendo de lo ancestral, la insumisa Destello bravío.