Cuentos de los mares del sur

eduardo galán blanco

CULTURA

«Tanna», de Bentley Dean y Martin Butler, es una película de prístina belleza, dotada con un notable sentido de la observación

06 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

«Yo era un explorador, fui cineasta después», decía el pionero Robert Flaherty, padre del cine antropológico y autor de Nanuk el esquimal, legendaria película de los años veinte que fue la primera docuficción de la historia. Pasaron casi cien años, pero, fundamentalmente, eso es lo que encontramos en Tanna, con los últimos salvajes de Oceanía interpretándose a sí mismos en una ficción cargada con la tradición del cine documental.

Antes, como Flaherty, la pareja de documentalistas Bentley Dean y Martin Butler habían entrado en contacto con los aborígenes de la Melanesia, filmando veraces reflexiones sobre la vida por aquellas latitudes y explorando lo que quedaba de las costumbres autóctonas anteriores a la llegada del capitán Cook. Así que en Tanna, los directores se comportan como antropólogos pero también se interesan por la poesía stevensoniana de los Mares del Sur. La historia que nos cuentan, basada en un caso real, es la de dos enamorados que deben huir del matrimonio de conveniencia instalado en las sociedades melanesias. Magnífica es la secuencia en la que el abuelo chamán le enseña a su nieta la revista con las fotos del casamiento fraudulento de la reina Isabel II.

Los amantes buscan refugio en la civilización y, finalmente, son perseguidos hasta la cima de un volcán. El argumento parece un homenaje y actualización de Moana y, especialmente, de Tabú, clásicos del cine etnográfico de los maestros Murnau y Flaherty.

Nominada al Óscar en la categoría de habla no inglesa, vendida como producto a lo National Geographic, en realidad Tanna es una película de prístina belleza, dotada con un notable sentido de la observación y colmada con la ternura y la gracia de los actores primitivos, filmados en la sencillez de su propio ambiente. Los intérpretes naturales -esplendorosa la joven hermana, Marceline Rofit-, tienen ese magnetismo primigenio, sagrado casi y tan cercano a aquellos abandonados cuadros de Gauguin.

Suena una flauta de Pan de la Polinesia, las mujeres pintan el hipnótico rostro de la joven Marie Wawa, y todo parece volver a comenzar.