Proust también come ensaladilla

Antía Díaz Leal
Antía Díaz Leal CRÓNICAS CORUÑESAS

SADA

09 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

La semana grande se me ha ido de las manos. Confieso que ando con la sensación de que acabo de aterrizar en un planeta muy, muy lejano, repleto de gente que me pregunta si está lejos María Pita, en el que hay más conciertos de los que puedo asimilar, más casetas de libros y cómics de las que recordaba, más gente en los bares de la que es posible atender, más chinchetas en las terrazas, más cartelitos en las oficinas anunciando horarios reducidos. Será que este año la ciudad se ha ido de rumba justo cuando yo volvía de vacaciones, y así, claro, no hay quien sobreviva. Menos mal que, en una especie de revelación mística, he descubierto que no hay nada que una tapa de ensaladilla no pueda arreglar. Hasta el estrés posvacacional y la festa rachada.

Caí del caballo hace dos noches, pero no camino de Damasco, sino en el Culuca, delante de la perfecta ensaladilla, versión número uno. A ver quién va a discutir una tapa con premio Picadillo. Fresquita y suave, ligera, de esas que casi necesitan más una cuchara que un tenedor.

Disfrutando de la cena, me di cuenta de que ya hace una semana, otra ensaladilla me había salvado la vida. Recién apeada de un interminable viaje en bus por toda la comarca, con esa sensación de que el suelo se mueve y nadie más parece darse cuenta, me dejé caer literalmente en una silla del Castilla para tratar de recuperar la estabilidad. La física y la emocional, claro, de la mano de otra tapa. De las de toda la vida, de las que sí necesitan tenedor, en la versión número dos de la perfecta ensaladilla, Contundente, completa, con todos esos ingredientes que debe llevar una receta para que le guste a todo el mundo.

Seguro que cada coruñés tiene su ensaladilla perfecta y argumentos propios de un chef con estrella Michelin para defenderla. Y que si hacemos una encuesta nos salen una docena más de tapas que no se pueden dejar escapar. A mí aún me queda la versión número tres, y la encontré hace unos meses en la antigua Jijonenca, metida en una pequeña tarterita roja. Y la versión número cuatro en una terraza anónima de Sada cuando empezaba el calor, convertida en la promesa de un buen tiempo que no acaba de llegar. Y tengo en la lista de ensaladillas por probar la del Abuín, que me chivan en redacción que merece la pena la visita.

Si para Isabel Allende el arroz con leche era una especie de consuelo espiritual, a las ensaladillas locales les pasa lo mismo. Que te pides una tapa en cualquier bar y te descubres reconvertida en Proust, pero sin bigote, paladeando ese sabor a verano, a fiambrera, a excursión del colegio, a domingo en casa de tus padres, a fiesta de guardar.