Tras esas cristaleras del hospital

Rosa Domínguez A CORUÑA

A CORUÑA

Un sanitario empuja una cama con un paciente en el Chuac durante la pandemia del coronavirus
Un sanitario empuja una cama con un paciente en el Chuac durante la pandemia del coronavirus ANGEL MANSO

Nada es lo de siempre desde el covid

31 ene 2022 . Actualizado a las 17:28 h.

Una sombra con cama, una amplia cristalera de hospital y el fondo del cielo azul. La imagen de Ángel Manso lo dice todo en estos tiempos que nos han dejado sin palabras.

Empuja una cama y con ella casi el peso del mundo conocido y confinado. Porque nada más cabe ahora en cada rincón y momento. Hasta en la charla rápida del ascensor para casi la única salida inevitable al contenedor de la basura. Pulsando con la manga para no tocar una tecla manoseada, el botón del pánico está en nuestro índice mientras, tras esas cristaleras del Chuac, alguien pelea por no seguir descendiendo, un viaje de vuelta y una oportunidad más para volver a sacar la basura.

Empuja una cama con una vida arropada. Quizá lo lleve a una prueba en rayos. Quizá acaba de ingresar y avanza hacia una habitación sin ni siquiera ver sucederse las luces en el techo. A lo peor va camino de la uci sin el consuelo de una mano conocida apretándole la suya. Concentrado en la única tarea realmente importante, respirar.

Como él o ella, anónimo doliente, desde el 2 de marzo son demasiados los que han atravesado esa ruta en la que palpita más que en ningún otro sitio el miedo. Más de un centenar de ellos no volvieron a cruzar de vuelta ese pasillo con vistas.

Soledad

Qué lejos parece y no hace ni dos meses que el coronavirus entró arramblando por la puerta grande de lo inaplazable. Desde entonces nada ha vuelto a ser lo de siempre.

Llegó a Coruña en un Bla Bla Car desde Madrid. Quién iba a sospechar que una entrevista de trabajo traería tanto infortunio en el equipaje. Otra grieta de las miles abiertas por una microscópica arma letal capaz de colarse por atajos inesperados. Como por ese corredor en el que muchos han tenido que dejar a lo suyos solos hacia un mañana incierto. Con las mismas luces e idénticos temores sobre sus cabezas.

Aislados en el peor de sus momentos, todos vieron también las mismas caras embozadas en mascarillas que, desde entonces, son militantes de una vocación y prisioneros de otro confinamiento diferente. Todas las enfermeras, ese, este y el otro especialista, cada médico de cabecera, el celador de guardia, un pinche de cocina, la auxiliar de la noche, aquel administrativo y este farmacéutico que da vueltas pensando dónde estará la píldora mágica... Para esa reserva de la esperanza, vecinos del continente sanitario, ha cambiado todavía algo más. Más que el mundo alrededor y más que el zafarrancho doméstico, ese refugio al que hay quien ha renunciado a volver después de cada turno para no llevarse a casa una amenaza contagiosa.

 Inmensa la entrega. Sorprendente la solidaridad. Como nunca antes se contagió también»

El coronavirus, que enseñó de golpe la vulnerabilidad general y la fragilidad de una especie, ha infestado también de soledad las habitaciones de los enfermos. El silencio creciendo con la preocupación y colonizando además muchas de las horas de un personal embutido y agobiado en las escafandras del covid. Se respira en ese pasillo largo y vacío, demasiado vacío, donde una sombra con cama avanza despacio, cansada. ¿Dónde quedó el barullo hospitalario?

Ni a la vista ni al oído es el mismo Chuac de hace siete semanas. ¿Alguien recuerda las Urgencias a reventar o las consultas sin ni un asiento vacío en el que sentarse a que salte el turno? ¿Y la cola en la cafetería? O las habitaciones con visitas o la gimkana para aparcar el coche ¿Alguien piensa ahora en cuánto desesperan las listas de espera?

Intacto, parece, ha quedado el tacto frente al dolor. Como si al derramarse la mancha gigante del sufrimiento se extendiese también el caudal de compartir. Inmensa la entrega, sorprendente la solidaridad. Como nunca antes se contagió también.

Paradojas en este sinsentido, la distancia obligada, marca de un virus cruel de adioses sin despedidas, nunca más cerca situó las voluntades. Valentía y sensibilidad, como hierro y seda, acompañaron al enfermo y consolaron a su familia. Todavía con guantes, con la mano tendida suavizando el final de quien se tuvo que ir sin recibir la última caricia de los suyos.

Sí, tras esas cristaleras del Chuac ya nada será tampoco igual. Han cambiado los sentidos.