Hay un hermoso y duro poema de Charles Bukowski, El incendio de un sueño, en el que lamenta la pérdida de la Biblioteca Pública de Los Ángeles, destruida por las llamas como algunas de las más legendarias bibliotecas de la antigüedad. Tal vez era el único final posible, el único a la altura de aquel centro que salvó a Bukowski de la locura:
«La vieja Biblioteca Pública de Los Ángeles / muy probablemente evitó / que me convirtiera en un / suicida / o un ladrón / de bancos».
En A Coruña las bibliotecas públicas afortunadamente no arden como en Los Ángeles, y ahora mismo podemos festejar el 25.º aniversario de las municipales, que allá por los primeros noventa descentralizaron la cultura. Porque resulta que en los barrios también leíamos y podíamos tener nuestro carné para sacar y devolver libros cada semana. Como apunta Bukowski, aquel trapicheo por lo legal de novelas y poesías al menos ayudaba a «fortalecer los brazos si no el cerebro».
Antes de que las bibliotecas municipales llegasen felizmente a Monte Alto, a la Sagrada Familia o al Fórum Metropolitano, los chavales cruzábamos la ciudad para dejarnos las pestañas en la antigua biblioteca pública del jardín de San Carlos. Y desde los ventanales del Archivo del Reino de Galicia una luz atlántica y portuaria caía a plomo sobre aquellas primeras lecturas de la adolescencia, que probablemente son las más importantes de la vida, porque a esa edad uno puede llegar a amar totalmente un libro sin comprenderlo en absoluto.
Con el primer carné de la biblioteca pública, sacaba y devolvía libros sin parar, atravesando A Coruña de punta a punta, para hacer bíceps y despertar alguna neurona traviesa. Luego aquella biblioteca de San Carlos ya no cabía junto a los legajos del Archivo del Reino y un día se la llevaron por los aires hasta Elviña, a un lugar maravilloso, lleno de luz y de libros, pero que ya quedaba algo a desmano y hubo que buscar otras estanterías más cercanas.
Todavía hoy mantengo el vicio reincidente de ir una y otra vez a las bibliotecas públicas, a la de la Diputación o a la de Monte Alto, que siguen ahí, salvando vidas de la locura o de esa frustración permanente que llamamos adolescencia y que solo se cura con los guantazos que te propina la existencia. Pero pienso que todos aquellos pasmones que teníamos quince años en los ochenta fuimos afortunados de tropezar a tiempo con una biblioteca pública. En realidad, todo esto lo explica mucho mejor Bukowski en El incendio de un sueño:
«Gracias / a mi buena suerte / y al camino que tenía que recorrer, / aquella biblioteca estaba / allí cuando yo era / joven y buscaba / algo / a lo que aferrarme».