El paseo de los siete mares

A CORUÑA

La ciudad camina sin pausa, inagotable, a la orilla del Atlántico

13 sep 2014 . Actualizado a las 07:00 h.

No hay un único paseo. Para empezar, ni siquiera es la misma calle. En un tramo se llama Pedro Barrié de la Maza y en otro Alcalde Francisco Vázquez. Tampoco tiene un único propietario. Hay un trazado municipal, otro de Costas e incluso una parte que es territorio de la Autoridad Portuaria. Cada uno tiene su público, su fauna, sus inquilinos. Hay paseantes, caminantes, corredores de fondo, mediofondistas, velocistas, ciclistas, triatletas, mochileros, vagabundos, pijos, mendigos, perroflautas, abuelos, cerillitas, pollos pera, anticoagulados, infartados, trasplantados, jubilados, trajeados y hasta pescadores de caña y silla plegable.

En el paseo también habita el mirón de balaustrada, que todos los veranos se acoda en las barandillas para escrutar sin disimulo a las muchachas en bikini, que se ríen mucho (también sin disimulo) del pobre pardillo, que tiene que asomarse a la Coraza para divisar media teta. No se ha enterado todavía de que hay una cosa que se llama Internet que básicamente se nutre de porno, chascarrillos y vídeos de gatos.

Hay un tramo en el que este voyeur de medio pelo (en realidad, no sé por qué motivo, suele ser alopécico) se ha quedado sin parapeto, porque el mar tumbó la balaustrada de un solo lengüetazo, y ahí ya le da más corte mirar, sin trinchera ni nada, y solo espía un poco los cuerpos de reojo.

Es cierto, hay muchos paseos, pero el paseo-paseo, el paseo fetén al que se refieren los coruñeses cuando dicen «el paseo» a secas es el de Orzán-Riazor. Es el paseo fundacional, sobre el que luego se fue ampliando el trazado hacia San Pedro de Visma o, en dirección contraria, hacia la Dársena, como cerrando esa cinta de Moebius que es esta ciudad anudada sobre sí misma.

En el paseo de Orzán y Riazor gastan baldosín los auténticos profesionales de la cosa, que visten uniforme de paseante, de transeúnte, de expedicionario de su propia urbe. En Riazor y Orzán, una mañana cualquiera, vemos la visera de piensos Biona (un icono que algún día cotizará lo que se merece en eBay), el jersey por los hombros y, por supuesto, el chándal. El chándal y su religión, el chandalismo, ya solo se estilan en dos lugares del planeta: en Venezuela, donde hay que lucir el chándal boliviariano para no ser acusado de crímenes de lesa patria, y en el paseo marítimo de A Coruña, donde hay tipos que se enfundan el chándal como auténticos profesionales del chandalismo revolucionario panamericano.

-A mí me dijo el médico de cabecera que saliera a caminar de chándal una horita al día.

-¿Y qué tiene que ver el chándal?

-Ni idea, pero lo que dice el médico de cabecera va a misa.

El maestro jedi chandalero suele gastar también podómetro de brazo, para medir los kilómetros y las pulsaciones, no vaya a ser que se pase de revoluciones. Los cardiólogos, que dicen que el paseo marítimo ha salvado más vidas que el Sintrom, de vez en cuando tienen que echar el freno a uno de estos entusiastas caminantes, que a los 95 años se meten entre pecho y espalda catorce o quince kilómetros al día.

-¿Pero usted cuánto camina?

-Pues no sé, lo normal.

-¿Y qué es lo normal?

-Cinco horas. Lo normal.

-Con una horita al día le llega.

Esta debe de ser la única ciudad del obeso y opulento Occidente donde el cardiólogo le tiene que decir a un paciente que no se pase caminando. Hasta ese punto llega la desmesura y la hipérbole del andarín autóctono.

Dicen que antes del paseo A Coruña vivía de espaldas al mar, pero tampoco eso lo tengo claro. En A Coruña sería imposible vivir de espaldas al mar porque el mar lo invade todo, lo explica todo, y, cuando se pone, lo bebe todo. Así que ya mucho antes de tener un paseo marítimo oficial, con su balaustrada patentada y su tranvía de quita y pon -un partido lo pone y otro lo quita, y así van pasando el rato los políticos-, la ciudad ya era un gigantesco paseo marítimo.

El paseo son los faros de Mera y O Seixo Branco vistos desde A Maestranza. Y, a lo lejos, A Marola, quien pasa A Marola pasa la mar toda, porque A Marola es como nuestro cabo de Hornos. El paseo es Adormideras, los menhires de Manolo Paz y el crómlech de Isaac Díaz Pardo en el Campo da Rata. Es el cementerio moro y San Amaro, que tiene una ventanita en el muro para que los difuntos puedan ver el océano desde el más allá. Es el Club del Mar, la Torre, la antigua prisión, la Casa de los Peces y sus focas dormilonas. Es el reloj de pulsera que le pusieron en As Lagoas y el paisaje de rocas lunares de As Amorosas. Es la Domus, el guerrero de Botero y la vela de pizarra de Arata Isozaki. Es la flor del tojo en la península de la Torre y el tramo agreste de San Pedro y O Portiño, donde el sol se suicida cada noche entre las crestas de espuma de los siete mares y las rompientes de la isla Redonda.

Hay un punto del paseo, entre la finca de los Mariño y el Matadero, que cuando el agua está extrañamente sosegada y muda, dan ganas de pasarle la mano por el lomo al Atlántico, como si fuese un gato dormido en el regazo de A Coruña.