
Hubo un tiempo en el que se vivía bien de la olería, como cuando el abuelo y bisabuelo de Aparicio Añón se dedicaron a ello en Cuba. Lo cuenta el alfarero, el más longevo aún en activo
30 dic 2023 . Actualizado a las 19:00 h.La foto
De 1926. La fotógrafa americana Ruth Matilda Anderson viajó a la Costa da Morte en dos ocasiones. La primera, junto con su padre, fue en 1924, cuando visitó Dumbría, Corcubión, Fisterra, Vimianzo, Muxía y Camariñas. Allí retrató escenas cotidianas y trabajos artesanos y de campo. Se maravilló con el Castelo, con el palillo y con el bravo mar. Tanto, que en enero del 1926 regresó. Aunque se centró en Fisterra, pasó también por Buño, tierra alfarera, y aprovechó para retratar a una típica familia oleira, de tantas que había entonces en la localidad: los ancestros de Aparicio Añón. En sus anotaciones Ruth Matilda afirmaba haber dejado una copia de la instantánea en la casa familiar, pero con los años se acabó perdiendo.

Los protagonistas
Una familia auténticamente alfarera. El más jovencito de la imagen es Antonio Bernardo Aparicio Añón, padre de Aparicio Añón, el oleiro de Buño que, estando en activo, más años lleva en la profesión. Murió hace más de cuatro decenios. La chiquitina es Manuela, su tía, que falleció teniendo apenas 4 años, poco después de tomarse la instantánea. El joven de la izquierda es su abuelo, Antonio Aparicio Añón, y la mujer que sostiene a la pequeña es su abuela, María Asunción Montáns. La señora de la derecha, sentada, es la bisabuela, Asunción Rodríguez. Auténtica sorpresa la que se llevó la familia al conocer, hace unos años, la existencia de esta fotografía, que ahora muestran con orgullo en un catálogo que guardan con mimo.

«Se un nace nunha panadaría, pasa o día facendo moletes. O mesmo en Buño co barro». Lo dice Aparicio Añón, el oleiro en activo con mayor trayectoria de Buño. La tradición alfarera se expande por su árbol familiar hasta donde le alcanza la memoria, y las historias de los abuelos. «Por parte de avó vén de moitas xeracións atrás», dice. Tres, en concreto, aparecen retratadas en la imagen que capturó la fotógrafa americana Ruth Matilda Anderson en su segundo viaje a la Costa da Morte, siendo uno de ellos su padre, Antonio Bernardo Aparicio. «Os nomes foron medrando coas xeracións», bromea.
Murió joven, rozando los cincuenta, y cuando Aparicio tenía doce o trece años. «Era si ou si, tocaba poñerse. E non era para menos, aqueles eran tempos nos que, en canto tiñas un mínimo de forza, te poñían a carrexar auga ou a ir ao monte. Había que arrimar o ombro». Así cogió las riendas de una tradición de la que aún vive en Buño, pero que ya sus ancestros llevaron al otro lado del charco.
Su abuelo y bisabuelo trabajaron como oleiros en Cuba, y no les fue nada mal. «Meu bisavó tiña un moi bo cliente canario que lle mercaba bastante mercancía. Sempre lle dicía: ‘Mire señor Patricio [chamábase Aparicio], con cazolitas, tinajitas y toda esa porquería, vive usted como un marajá’. Foilles ben. Meu avó dicía sempre que non morrería sen volver a Cuba».
Su abuelo fue el primero de Buño en utilizar los óxidos para dar policromía a las piezas: «Cando se vai polo mundo adiante algo sempre se aprende, aínda que sexa pouca cousa». Entre cuñados, primos y demás familia se recorrieron media América del Sur (Venezuela, Brasil, Argentina, Uruguay...), y siempre con la alfarería por bandera. Mírese por donde se mire, familia oleira de pura sangre: «Os de Buño estamos todos feitos de barro».
De primera necesidad
El tipo de artículo que se comercializaba a principios y mediados de siglo poco tiene que ver con lo que se vende en pleno XXI: «Cuncas para comer o caldo, pucheiros para cociñar, as fontes para os cachelos... Non había plástico, nin aceiro inoxidable, nin ferro asmaltado, polo que o barro era un artigo de primeira necesidade», señala.
«Hoxe somos catro, en perigo de extinción e non gañamos para o caldo», dice tajante, citando una demoledora cifra: hubo tiempos en los que en Buño llegó a haber 90 talleres, «con catro ou cinco empregados» cada uno,, y de los 1.500 habitantes de la villa, prácticamente todos vivían directa o indirectamente del barro. A día de hoy quedan «sete ou oito» talleres, y apenas la mitad «vive» enteramente, y sin otro apoyo económico, de la artesanía. «Non lle boto a culpa a ninguén. Está claro que todos os oficios teñen futuro sempre e cando teñan mercado. Pero os políticos, os que teñen a sartén polo mango, deberían facer algo porque non morra a artesanía».