22 feb 2023 . Actualizado a las 05:00 h.

Está acabando febrero y no sé qué hago aún en la cuesta de enero, pensaba mientras me dirigía a la Biblioteca de Nueva York. Qué ciudad. Un hombre se siente impotente frente esta gigantesca maquinaria social; un remolino de vidas, sueños, anfetaminas y triglicéridos. Un cartel de neón me sorprendió: Remedios Heredia, pitonisa. Decidí entrar, una atmósfera mística de rabia y miel me acogió, y Madame Remedios, flaquísima, de orgulloso aspecto gitano, se sentaba tras una mesa camilla con viejo mantel de la época de mi madre y de la época de mi abuela y de todas las épocas.

En trance, dijo: «Emilio Sanmamed, 1984. Hay una casa tuerta y su gran ojo es un horno encendido. Temes irte. Temes quedarte. Con un pie avanzas hacia el futuro y con el otro pie hacia el pasado. Hijo, pero no padre. Hermano y nicho; tinta y cicatriz; águila y lombriz. Clavado a la madera con días oxidados. Recuerda, ¡recuerda!»

Choco contra las paredes como una Roomba. Soy un muñeco de Toy Story, sobreviví a la basura porque me escondí en un cajón donde nadie volvió a mirar. No me gusta recordarme. Me da pena. La pena de pájaro que cayó del nido. La pena del que sabe que podía pero no quiso. La pena que todos cargamos. Añoro días de fulgor, de playa, besos rápidos, hombros quemados… ya es tarde para volver. Siempre es tarde para recuperar lo que nunca tuve. Para sobrevivir a este apetito por las tinieblas. A veces digo «te quiero» y suena como un adiós. ¿Qué debo recordar, Remedios? Pregunté. Una chica contestó «I don’t speak Spanish». Estaba en un Starbucks. ¿Qué remedios hay contra el recuerdo?