Escribir, recordar, pensar

Gonzalo Trasbach
Gonzalo Trasbach (IN) SOMNIUM

BARBANZA

CÉSAR QUIAN

21 mar 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

E scribimos para recordar. Recordamos para escribir. Si uno no escribiera, es posible que perdiera totalmente la memoria. Y si perdiera totalmente la memoria, uno no sabría de qué escribir, tal vez incluso no recordase cómo se escribe, no sería capaz de trazar un simple signo circular, como una O, por ejemplo. A escribir nos ayuda el hecho de que nos obliga a esforzarnos, tanto como el hecho de que lo pasamos bien caminando o también cuando nos sentamos solos en la terraza de un bar o cuando tomamos un vino con los amigos.

A veces, cuando uno está solo, se extraña de que no lo deteste más gente de la que llega a imaginarse. Aunque uno se esfuerza todo lo que puede para ser un poco mejor persona de lo que se siente y de lo que sabe que puede ser, a veces se le ocurre pensar que detesta a su esposa, pero es más bien todo lo contrario. Se trata de que es ella quien lo detesta porque es un tipo insoportable, inaguantable, un saco de filias y fobias.

Sin embargo, hace un par de noches, cuando al amanecer tu vieja próstata te arrastró hasta la taza del retrete y, al regresar para la cama, vislumbraste en la penumbra de la alcoba una de sus caderas desnuda al descubierto, te dijiste por lo bajo: ¡Ah, aún sigo enamorado de esa curva! Y se la acariciaste antes de volverte a dormir. Lo hiciste tras recordar la lejana escena de una antigua película checa: Trenes rigurosamente vigilados (1966). En el fotograma aparecía una pareja de jóvenes en la cama tras hacer el amor. Entonces el chaval pasa la mano por una de las caderas de la chica y al mismo tiempo comenta: «Me gustan tus caderas. Son tan hermosas como las guitarras españolas que dibuja Pablo Picasso».

Escribir es recordar. Escribes para recordar, te dices para convencerte. Y añades: Hay quien afirma que pensar es agradecer. Y si es así, quien piensa es agradecido, y quien es de veras agradecido, entonces piensa. Y un poco después reflexionabas así: tal vez no eres especialmente feliz, pero tampoco te sientes infeliz. Y tal vez por eso agradeces que tu destino te haya conducido hasta las puertas de la Filosofía. Es decir, haberte traído hasta las puertas del amor a la verdad, a la belleza y a la bondad. Y te paras un poco y meditas: ahora toca a esforzarse en franquear el umbral. Y tal vez por todo esto te sientes extraño, y tal vez la extrañeza provenga de que te has alejado de la tierra porque tardaste demasiado tiempo en descubrir que es una gran fuente de dicha, como dice el filósofo Han.

Tal vez esta pequeña incomodidad es la que te ha llevado a considerar que debes ser más bien un completo imbécil. Cierto. Un imbécil y sin dinero. Sin duda. Pero albergas la pequeña esperanza de que nadie te lo confirme. Basta con que solamente tu esposa lo sospeche. Lo piensas cuando observas su leve sonrisa. Y murmuras: «No se puede vivir bien en este mundo sin que uno se ría de su propia estupidez».

Fue en ese momento cuando entraste en un sueño donde veías plantas con flores que prometían «una resurrección o una redención», a la vez que oías una voz que desde lejos te decía: «En este tiempo casi nadie presta atención a Dios, o a los dioses, pero parece que existen, que están por todas partes como presencias reales pero intangibles o invisibles. A veces incluso se dejan notar, como por ejemplo, en las hojas que empiezan a despuntar en el freixo que esta tarde estuviste contemplando al lado del río. Los hombres, sin embargo, habéis divinizado el dinero. Es evidente que prefieren el metal antes que la verdad, la belleza y la bondad».