Memoria de la desmemoria

Maxi Olariaga

BARBANZA

matalobos

03 sep 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Fue ayer. Tal vez hace 70 años. Pero lo recuerdo. Lo recuerdo desde que estaba en el vientre de mi madre. Recuerdo al abuelo Pepe liando su cigarro, mirando a mamá por encima de sus anteojos con gesto compasivo. Eso es la memoria. Ese asalto nocturno que invade tu pequeño mundo y lo llena de luces y sombras. Después vino todo lo demás. Lo despreciable. No porque sea nocivo, no. Solo porque no tiene, al parecer, utilidad alguna. El abuelo Pepe, al igual que don Ángel Pérez, liaba los cigarrillos con una sola mano. Inténtelo. Es imposible. Ellos lo hacían con esa magia que alumbra a los arpistas. Una sola mano rodaba sobre la partitura del papel de liar tabaco y enrollaba la canción del humo. Aquellos seres humanos no tenían nada que ver con nosotros, los robóticos, los consumidores de bits. Ellos leían las hojas de tabaco, sabían cómo y por qué su aroma se manifestaba en el aire y conocían a su padre y a su madre, a la planta primigenia que dio origen a la familia, al clan que creían jamás habría de extinguirse.

Aquel tiempo que no volverá, fue sin duda nuestra última oportunidad de comportarnos como seres humanos. Como hermanos. Después de aquello, después de que el fastuoso y rutilante buque de la memoria naufragara en la mar de la desmemoria, solo quedan los restos del naufragio que llegan a la playa del olvido. Esos despojos no son sino luces muertas que giran alrededor del cadáver de una luna llena de crisantemos agonizantes. Es una pena que hayamos olvidado la memoria. Que vivamos en el país de la desmemoria, que no es España, ni siquiera Europa. Es nuestra particular y desechada memoria. Es la memoria de este mundo desmemoriado que habitamos que nos obliga una y otra vez a repetir errores trágicos, con dianas y clarines, como decía el sabio García Márquez buscando una muerte anunciada. Todo se agota. Aún los recuerdos.

Me parece que los muchachos de hoy recuerdan su primera comunión como un juego de amigos en el rincón de un comedor nada familiar, en el que sus padres, los amigos de sus padres y todos los parientes avenidos con la familia, se hartaban de nécoras francesas, gambas de Guinea y cigalas de Sudáfrica. La deriva de la nave única que habita este mundo, por decirlo de una vez, la humanidad, escora más de noventa grados a estribor y los marineros que la tripulamos nos despedazamos por lograr plaza en la amura de babor, la más lejana al abismo al que sin duda estamos condenados.

El abuelo Pepe liaba sus cigarrillos a una mano mientras me recitaba versos de Rosalía o de Labarta, mientras me enseñaba a mirar a través de una lupa, mientras me aleccionaba para llegar a ser más alto, más rápido, más fuerte. Tal vez, y no me extraña, no me crea. Pero este abecé se aprende entre los 4 y los 12 años. Después lo invadirá todo la riada de la desmemoria. Créame. Aún está a tiempo de salvar el pellejo. De gritar socorro. De compadecerse del desastre que estamos viviendo. Se lo ruego. Écheme una mano, lánceme un salvavidas, un cabo, un remo. Ayúdeme a regresar a la playa, aquella playa azul en la que el abuelo Pepe, bajo una sombrilla de lona estampada, liaba a una mano sus cigarrillos. Ayúdeme a recuperar la memoria. Sálveme de la desmemoria. Amén.