El mundo del teatro, a mediados de los cincuenta del pasado siglo XX, quedó suspendido a la altura de las estrellas más lejanas cuando el telón tras el que se esconden las ilusiones perdidas de la humanidad se alzó para que Samuel Beckett nos diese una bofetada en las cavernas del alma con la representación de su obra: Esperando a Godot. Por primera vez el público asistente a aquel estreno pudo ver como sus manos se pudrían infectadas por la sinceridad de sus aplausos. Nadie, ninguno de los asistentes, había entendido nada pero en los costurones de sus almas una aguja fogueada al rojo vivo, cosía y recosía produciéndoles un dolor lacerante. El aliento de un monstruo inesperado les había hecho el boca a boca y sus corazones habían recomenzado a latir como lo hicieron el día que un parto les trajo a este mundo. Poco a poco fueron comprendiendo como habían dilapidado sus vidas y como, pretendiendo mofarse del paso del tiempo, este había conquistado las últimas fronteras de su voluntad y los había transformado en guiñapos, en hojas muertas asfixiadas por el irrespirable aire final. Los dos actores que se pasaban la obra esperando a un tal Godot que nunca habría de llegar a cambiar aunque fuera un minuto sus vidas anodinas, les habían apuñalado la conciencia y la razón hasta que, hechas trizas, se perdían entre el césped y los pedregales ahogándose en un riachuelo tóxico camino del centro de la tierra.
Beckett acababa de inventar el teatro de lo absurdo y, en aquella hora, todos los espectadores comprendieron que el invento no era tal sino la historia, hora a hora, de sus vidas. Vladimir y Estragón, los personajes de la trama, esperaban a Godot en medio de la nada. Nadie sabe quién es Godot ni por qué o para qué le esperan. De hecho la obra remata y Godot no se presenta. De vez en cuando, un niño aparece en escena y les anuncia que Godot ha tenido que retrasar su viaje y llegará al día siguiente.
Mientras esperan, Vladimir y Estragón, hablan y hablan, discuten, se encolerizan, ríen y lloran. Es decir, viven. Viven sin moverse de su lugar, sin hacer nada para redimir aquella vida inútil. Solamente esperan a que Godot aparezca y, redimiendo su existencia, resuelva el enigma en el que el hilo de Ariadna inmovilizó sus pasos sobre la tierra.
Así caminamos sobre los senderos del mundo. Sin rumbo, sin saber a dónde vamos y, sobre todo, ignorantes de qué es lo que nos lleva a emprender tan absurdo viaje como es la vida. Godot (dicen los sabios que es un diminutivo de God, en inglés Dios) es la última esperanza. Pero no llegará jamás. Al final se hace camino al andar y nos damos cuenta de cómo, a pesar de nuestra vanidad, de nuestra búsqueda del bienestar, la riqueza y la prevalencia, somos tan débiles y pobres como Vladimir y Estragón.
Nos pasamos la vida esperando a Godot creyéndonos nuestra propia mentira y sabiendo a ciencia cierta que, por mucho que resistamos, nos neguemos o supliquemos, desapareceremos sin dejar rastro sobre el polvo de la tierra. Cuando ya no estemos, ese día, llegará al fin Godot y con su escobón de barbas de ballena azul barrerá el tedio de nuestras últimas huellas. Nuestra vida habrá sido un absurdo y nuestros descendientes, como nosotros antes, no habrán aprendido la lección.