Dado mi natural optimismo gallego, había ya empezado a temer lo peor. Las ojeras y la palidez vampírica que veo cuando me miro en el espejo parecían haberse acrecentado peligrosamente. Tosía también más de lo acostumbrado, y cualquier corriente de aire me hacía temblequear. Pero no eran solo físicos los síntomas. Mis sueños se habían vuelto más oscuros aún que de ordinario, y aunque no puede decirse que haya sido nunca el alma de ninguna fiesta, sentía como la nube negra de la depresión se cernía sobre mí, y debía controlarme para no hundir la cabeza bajo el plumón y quedarme así hasta que alguien me avisara de que había pasado la tormenta.
No tenía fuerzas para escribir y casi había perdido el apetito, por no hablar de otras cosas. Me había convertido en una auténtica piltrafa humana, y me volvía loco pensando a qué se podía deber, de dónde provenía ese insoportable abatimiento. Mi médica de cabecera -ahora se llaman médicos de familia- me dijo que no tuviera cuidado, que seguramente sería un virus pasajero, lo normal en estas fechas. Pero los días pasaban y ni mi aspecto ni mi humor mejoraban. Los amigos, inmejorables exponentes del pensamiento único, me aconsejaron que visitara a un sexólogo. Y mi mujer, como siempre, me decía que la culpa de todo la tenía el ordenador y la carencia de proteínas animales.
Yo sabía que el origen de mi mal solo lo encontraría si buscaba en los libros. Y leí a Schopenhauer, a Freud, a Kafka... En vano. Fue en otro libro donde casualmente descubrí cuál era mi problema. El libro era de Rosalía de Castro. Entre sus páginas leí verdades gallegas. Sí, entonces caí en la cuenta de que llevaba demasiados días sin ver mi Galicia, mi Rianxo... Así que corrí a la estación de Chamartín y cogí el Talgo a Santiago, y a medida que me iba alejando de mi ciudad de adopción, sentí como mis problemas se esfumaban. Al tiempo que el tren se iba alejando, cantaba la canción de Andrés do Barro. «Teño saudade de ti», la morriña de todo gallego que vive fuera. Y si es de Rianxo, más.