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e ha preguntado largamente por la esencia de la auténtica belleza. Decía Shelley, el poeta, que tiene poco sentido enloquecer de amor por algo que cambia, como es el aspecto físico. Por algo que es fútil. Que hoy está y mañana no. Que se esfuma a cada paso que damos. Que está sujeto a modas y gustos. Y hasta a la ausencia de gusto. La belleza como se entiende hoy en día es una falacia. Una mentira más. Otra entre tantas con las que nos enredan en estos tiempos extraños. Con las que nos esclavizan llenándonos los ojos de cadenas. Cerrándonos el alma con grilletes. Shelley abogaba por amar solo la belleza intelectual. Pero el intelecto también puede esfumarse como el vaho de un té. Yo creo que la belleza no es un concepto puro. Que no es como la Verdad, que es absoluta. La belleza, he pensado hoy mientras intentaba asumir que ya tengo 39 años y que me queda uno para la cifra fatal, es todo aquello capaz de emocionarte. El Panteón de Agripa. Los cuadros de Caravaggio. El Sacré Coeur de París. La Abadía de Westminster. La Piedra Roseta. La Acrópolis de Atenas. La cúpula de la catedral de Florencia. La Alhambra de Granada. La Virgen de las Rocas de Da Vinci. La Mezquita de Córdoba. La Luna llena. Los puentes. El mar inmenso. El verde de Galicia en verano. Un día de playa. Ver a tu hija jugar con otros niños a cazar anémonas. Tantas y tantas canciones. Que te regalen mil libros. Bucear. Y mil cosas más. Creo que la belleza se puede resumir en una frase. Que bien se está cuando se está bien. La belleza te invade cuando la corriente te lleva a donde quieres ir. Cuando no tienes la sensación de correr hacia ninguna parte. Cuando alcanzas lo que te propones. Cuando eres generoso. Cuando lo son contigo. La belleza está en todas partes y en ninguna. Porque existe más en nuestros sueños que en ninguna otra parte. Hay que soñar para emocionarse. Emocionarse para saber mirar. Mirar para admirar. Admirar para amar. Amar para ser amado. Y en ese rincón de uno mismo está la belleza. Al menos hoy estaba allí.