Me veía pero ya no me miraba. Sus pupilas dilatadas no me buscaban mientras me arrodillaba a los pies de su cama para regalarle mi última caricia, la comisura de mis labios en su frente marchita. Aquellos huesos de porcelana ya no agonizaban, sus manos habían conseguido dejar de temblar. Una piel curtida por el viento del norte y el sol del campo ya dormía el sueño eterno sobre la almohada.
Por primera vez en mucho tiempo, su dolor no encontraba cómo manifestarse. La nuestra fue una despedida sin llanto ni palabra, minutos antes de que alguien nos interrumpiera; el presagiado punto final a una dura, larga y no por ello menos próspera vida. Sin inyecciones, oxígeno ni monitores marcando el compás de unas constantes vitales en extinción.
Él vivía en la casa familiar, estaba recién aseado, bien peinado y entre sábanas de franela con olor a suavizante. ¿Quién no quisiera irse así? Ya nada pesaba, ni dolía, ni quedaba por hacer. En un resquicio de mi memoria permanecerían, in aeternum, los domingos a misa del brazo, sus silbidos en la cocina y versiones en bucle de Solo te pido. Su memoria fallaba en muchas cosas, pero Manolo Escobar nunca había sido una de ellas. Le dejé marchar con la certeza de que, a su llegada, las puertas se habían abierto de par en par y ella estaba esperándole, vendado el corazón, para retomar la partida que hacía tres años habían dejado a medias; las briscas por fin volvían a ser de dos.
Ese domingo, el tanatorio se llenó de coronas de flores, pésames comprometidos y una buena dosis de eufemismos. ¡Qué complicado es acertar cuando se habla de la muerte! Tanto que aquel día no atiné a expresarlo, pero hoy sí sé cómo escribirlo. A veces, el duelo, al igual que la venganza, es un plato que se sirve frío.
Frío porque tarda en llegar, pues varios meses después, sin leer yo poesía, me topé fortuitamente con unos versos de Manrique que esculpieron en verso mi pérdida: «Dio el alma a quien se la dio, que aunque la vida perdió, dejonos harto consuelo su memoria».
Empecé así estas líneas, sereno el pulso y consciente de que no fue la misa de réquiem, ni tampoco los abrazos de velatorio, sino la sagrada palabra la que, como tantas otras veces, me brindó este arraigado consuelo que hoy me permite despedirme.
Sara Millor. Estudiante. 20 años. Vigo.