No hay caos, la economía creció, el país ejerció la presidencia de turno de la UE e incluso fue capaz de enviar aviones de guerra a Libia. Si se mira de lejos, el fracaso de los partidos belgas para formar Gobierno no tiene secuelas negativas para los ciudadanos. Casi podría sugerírseles, echando mano del humor, que patenten el hallazgo porque revela que no se necesita a los políticos para vivir con normalidad.
Pero es una impresión engañosa. El vacío que deja la falta de Gabinete está cubierta por un tejido institucional que mantiene con respiración asistida las funciones vitales del Estado, pero este no puede seguir en coma eternamente sin que se resquebraje su calidad democrática. Y lo que es peor: el maximalismo tras el que se parapetan flamencos y valones refleja una incapacidad para dar forma a lo dicho por las urnas que no presagia nada bueno.
Convocar nuevas elecciones tampoco garantiza una salida. Con el sistema electoral que tiene el país, en el que las dos comunidades votan a sus propios candidatos de forma separada, lo más probable es que la actual correlación de fuerzas se reproduzca sin excesivas variaciones. Ello abocaría a nuevas rondas negociadoras como las que han consumido la paciencia de los belgas el último año y podría convertirlas en endémicas si falta la flexibilidad que no supieron hallar hasta ahora.
Si esto ocurriese de nuevo, estarían cruzando una línea roja de la que no habría fácil retorno. Quedaría de manifiesto la inviabilidad de la convivencia entre los dos hemisferios de la nación belga y, en este escenario, no tendrían más remedio que concluir que solo se ponen de acuerdo en que no están nunca de acuerdo. Como en los divorcios, cinco minutos antes de emprender caminos diferentes.