Muecines en la plaza Tahrir

Leoncio González

INTERNACIONAL

27 feb 2011 . Actualizado a las 06:00 h.

Pese a que sus generales estaban tan involucrados en las dictaduras como los tiranos que las dirigían y se beneficiaban tanto como ellos de la cleptocracia reinante, los ejércitos de Túnez y Egipto no fueron arrastrados por la corriente de furia que sacó de en medio a Ben Alí y Mubarak por su negativa a abrir fuego contra los manifestantes. Esa actitud, que ahorró a tunecinos y egipcios baños de sangre como el que sufren ahora en Libia, premió a los militares de aquellos países con el papel estelar de garantes de la transición.

La atribución llevó a algunos a tachar de exageradas las comparaciones entre las revoluciones de Túnez y Egipto y las que derribaron el comunismo en el Este de Europa en 1989 puesto que no se había producido un cambio de régimen sino tan solo cambios dentro del régimen. Más aún, tuvo un efecto balsámico al evitar un salto en el vacío y mantener un principio de estabilidad en medio de una situación convulsa, en una zona superpoblada por actores muy nerviosos y habituados a sobrerreacionar.

Sin embargo, nació con una limitación insalvable: se aceptó porque tenía un carácter provisional que debía ceñirse a la preparación de las elecciones en las mejores condiciones posibles. La misión lleva inscrita en su código la fecha de caducidad, que se producirá tan pronto se eliminen los obstáculos para devolverle la voz al pueblo.

Si se pudo crear el espejismo de que este papel tutelar podía extenderse más allá, esto es, prolongarse de forma indefinida desviando las reformas hacia el carril lento, lo han desbaratado las manifestaciones, otra vez de decenas de miles de egipcios y tunecinos, que han recordado a los supervivientes del viejo régimen que deben atenerse a la ruta señalada.

El mensaje que se oye salir de Túnez y El Cairo es que la energía transformadora creada por las movilizaciones de las últimas semanas no se ha desvanecido. Dice que quienes echaron a Ben Alí o Mubarak no se conformarán con recomposiciones estéticas, como la de castigar únicamente a su entorno más corrupto, dejando intacto el conjunto del aparato político con el que pisotearon a sus pueblos o la desigualdad que los sumió en la miseria.

En honor a la verdad hay que decir que, al menos en Egipto, los militares no han dado muestras de querer traicionar el encargo democrático que se les hizo. Con todo, la presión desde la calle tendrá como efecto empujarlos aún más, recortando el margen de retroceso de quienes desearían menos cambios que los que, en realidad, exige una democracia de verdad.

Dicho de otro modo, significa que la tentación involucionista, si aún existe, volvería a encontrarse con la resistencia cívica de la gente. Dado el papel de referencia para el mundo árabe que tiene Egipto, esta evidencia resonará como la voz de un muecín: costará mucho seguir adelante, pero el camino a la democracia que se abrió con la marcha de Mubarak no tiene fácil retroceso.