Berlín, la cicatriz sigue abierta 20 años después

Úrsula Moreno

INTERNACIONAL

El 9 de noviembre de 1989 cayó la barrera que separó durante casi tres décadas a alemanes del este y del oeste. A miles de kilómetros, una nueva pared de hormigón divide a otros dos pueblos, el israelí y el palestino

25 oct 2009 . Actualizado a las 12:23 h.

Dos hileras de adoquines en el pavimento berlinés recuerdan por dónde discurría el muro que mantuvo una ciudad y un país dividido durante casi tres décadas. Aquella barrera de hormigón que se convirtió en la máxima representación de la guerra fría dividía a un pueblo, que 20 años después de su caída, todavía no se siente unido. Desconocimiento mutuo, rencores.., las cicatrices siguen abiertas. A miles de kilómetros de ahí, dos pueblos se distancian cada vez más por otro muro, más alto y más amenazante que su antecesor. Este reportaje retrata un día con muro en la Belén cisjordana y los recuerdos del primer día sin muro en Berlín, a las puertas del aniversario de su caída.

Una infancia con Muro y una adolescencia sin él. La berlinesa Mara Schmidt, que hoy tiene 33 años, se considera una de las «ganadoras» del colapso del sistema soviético. «Viví una infancia despreocupada, con padres que no temían por su empleo y disfruté de una buena educación», explica. No obstante, hoy es agente de relaciones públicas y no querría volver atrás: «Teníamos la vida preestablecida, el trabajo, la familia...». Todo eso cambió el 9 de noviembre de 1989 y Mara lo presenció de primera mano. Vivía a pocos metros del primer checkpoint -uno de los siete cruces fronterizos- que levantó sus barreras en Berlín, y que convirtió a su abuela en una celebridad.

Una de las primeras en cruzar

La mujer del camisón , como se conoce en Alemania a Margarete Behm, no se lo pensó dos veces y se enfundó el abrigo encima de su frágil atuendo nocturno. Fue una de las primeras en cruzar. Murió en el 2005, pero dejó sus memorias por escrito y las imágenes que dieron la vuelta al mundo. Su nieta, Mara Schmidt, se contagia nuevamente de aquella explosión de júbilo. Echamos con ella la vista atrás. A las 18.30 horas de aquel día que cambió la historia, Günter Schabowski, miembro del politburó, dio una rueda de prensa que se retransmitió por radio y televisión. La madre de Mara, como tantos otros germanos orientales, no daba crédito al anuncio de que quedaban derogadas, «con efecto inmediato» las leyes que impedían viajar al extranjero. A las 23.30, cuando llegó su marido, ambos se extrañaron del «intenso tráfico de trabis [los coches del Este convertidos ahora en objeto de culto] en dirección a la Bornholmer Brücke». Recogieron a la abuela y compartieron «esos primeros momentos de alegría», pero Mara tuvo que esperar toda una noche, incluso acudir obligada al colegio al día siguiente, «porque nadie sabía si era algo pasajero».

La misma incredulidad reinaba al otro lado. Irene Carrillo, madrileña de 26 años que impartía clases de español en Berlín, cuenta como escuchó en la radio que dejaban entrar a gente por los puestos de control. «Había informaciones contradictorias al principio, pero no podíamos creer en una apertura porque el símbolo de la guerra fría con el que todos habíamos crecido nos parecía inamovible», relata. Esa tarde no duda en acercarse al checkpoint más cercano, el del Moritzplatz, desde «su lado», en el barrio multicultural de Kreuzberg. «Vi a la gente saliendo del este, uno tras otro, y a la salida les esperaba un camión del Kaisers [un supermercado], donde hacían cola para recoger una bolsa que contenía un plátano y chocolate». Aquellos días los pasó «de checkpoint en checkpoint », porque «no bastaba con leerlo, había que verlo».

Y Mara, a sus tiernos y muy conscientes 13 años, vio por fin la prosperidad occidental, anclada en el corazón de un Estado comunista. A las 12 en punto del viernes, «por fin» -y recalca ese por fin- la recogieron su madre y su abuela del colegio y «cruzamos al otro lado». «Era como entrar en un anuncio televisivo», y describe su paseo por el Kudamm, la avenida comercial de Berlín occidental, como un verdadero «choque cultural». Con sus cien marcos de bienvenida (el dinero que recibía cada ciudadano del este), realizaron algunas compras, para «volver exhausta a casa, incapaz de asimilar nada más y preguntándome: ¿por qué habían querido protegernos de todo aquello?». Había crecido detrás de cuatro metros de hormigón que le habían vendido como el «muro de contención antifascista».

¿Eres del este o del oeste?

Pero al júbilo inicial le siguió una cierta decepción. «Cada vez que pasaba al otro lado, me ofrecían plátanos. Me parecía humillante», prosigue Mara, que confiesa que está harta de la pregunta «¿eres del este o del oeste?» Aunque su generación ha encajado bien los cambios, no así la de sus padres, que primero se enfrentó a la lacra del paro y después a la sensación de sentirse ciudadanos de segunda. Irene recuerda como pocos días después de aquel «ir y venir de gente, algunos germano-occidentales reclamaban su paz, su tranquilidad, algunos incluso pedían de nuevo el Muro».

Pero la caída del elemento más notorio del telón de acero no pudo detener la marea. Miles de alemanes se agolpan frente al muro y comienzan a derribarlo. ¿Se veía venir? «Mirándolo retrospectivamente, sí se esperaba», dice Irene, y recuerda el proceso de reformas que puso en marcha Mijaíl Gorbachov en la Unión Soviética a finales de los ochenta, un relajamiento de los controles que se contagió a Polonia, Hungría y Checoslovaquia.

«Al cuarto día de la caída del Muro, que habías interiorizado como parte de la realidad, te empezaba a parecer ridículo, como si nunca hubiera estado allí», concluye.