El primer ministro británico, Gordon Brown, regresó ayer al Reino Unido tras una visita a Estados Unidos que ha pasado sin pena ni gloria, relegada a un segundo bloque en los informativos de aquel país por la visita del Papa. Brown fue recibido en Londres por un aluvión de críticas en las filas laboristas por su decisión de eliminar la tasa impositiva mínima del 10 por ciento.
En Londres algo huele mal, y olor procede de Downing Street, donde a Brown se le complica la gestión del Ejecutivo británico casi al mismo ritmo trepidante al que desciende su popularidad.
Si el Papa le robó los titulares en su periplo norteamericano, en el Reino Unido los titulares de toda la semana se los robaron sus propios parlamentarios, más de setenta, que consideran injusta la eliminación de la tasa mínima del 10 por ciento, porque su aplicación perjudicará a 5,3 millones de trabajadores de bajos ingresos, un rechazo al que se han unido altos cargos de su gabinete.
Lo que es peor, Brown va a caer en el mismo error que le costó la popularidad a Tony Blair, echar mano de la arrogancia. Ayer advirtió que no pretende ofrecer ninguna concesión a los parlamentarios opuestos a la medida tributaria. El premier se defendió indicando que su Gobierno ha realizado otras concesiones, por ejemplo en el apartado de los beneficios sociales, ampliando el subsidio por hijo o las prestaciones de invierno para los pensionistas.