Carlos Corrochano, el joven coruñés que explica la política internacional: «La única estrategia posible es hacerse cargo del malestar del que se nutre la extrema derecha»

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Carlos Corrochano, en el café coruñés de Macondo.
Carlos Corrochano, en el café coruñés de Macondo. MIGUEL MIRAMONTES

Este jurista que a los 16 despegó con una beca en EE.UU., empezó a los 25 a trabajar en el Gobierno. Graduado en Derecho, con dos másteres en Geopolítica y Teoría Política, es asesor de política internacional en la Vicepresidencia Segunda. «Hay en mí mucha impronta coruñesa», asegura. En breve, volverá a Estados Unidos a hacer el doctorado. «Europa no puede estar en vilo ante la indecisión de si gana Trump o Harris: debe apostar por su autonomía estratégica», considera

27 ago 2024 . Actualizado a las 08:53 h.

Sobradamente preparado, y convencido de hay que redibujar la política y las relaciones internacionales, se muestra Carlos Corrochano Pérez (A Coruña, 1996), mucho más joven que el conflicto de Oriente Medio y que aún no había nacido cuando cayó el muro de Belín. Nuestro mundo es el de «las policrisis: con una acumulación de disrupciones masivas, simultáneas y superpuestas», diagnostica el director de gabinete de la Secretaría de Estado de Economía Social. Politólogo y jurista, graduado en Derecho, con estudios de Humanidades y Filosofía, y dos másteres en Geopolítica y Teoría Política, Corrochano tiene un sólido bagaje global con 28 años.

«Hay en mí mucha impronta coruñesa —cuenta dejándonos asomarnos a la persona—. Yo crecí en A Coruña hasta los 16, cuando recibí una beca y fui a estudiar a Estados Unidos. De ahí ya a Madrid. Yo me politicé pronto, muy rápidamente». En la adolescencia ya estaba devorando libros.

Mientras otros jugaban al fútbol, él se sumergía en Gramsci. «Fui un lector precoz, pero también un chaval normal. Hacía botellón en los jardines de adolescente, que es compatible con leer a Gramsci. Jugué en el Basquet Coruña muchos años, toda mi adolescencia, y en el CRAT de rugby. Y crispaba a algunos profesores, porque, a pesar de no ser el alumno modelo, era el que sacaba mejores notas...», sonríe este agosto, de vuelta a su ciudad natal. 

Carlos Corrochano centró su curiosidad y su aprendizaje en el mundo de las relaciones internacionales y la teoría política. Con 25 años, empezó a trabajar en la Vicepresidencia Segunda del Gobierno, llevando la asesoría política internacional. Dentro de unos meses se irá de nuevo a Estados Unidos por cinco años, con una beca de La Caixa, para hacer el doctorado en Teoría Política y Relaciones Internacionales. Aún no sabe si en Nueva York o California («lo sabré en enero»), le va a tocar vivir una nueva Administración, gane Trump o Harris. ¿Quién ganará? «El cambio de candidatura ha favorecido la campaña demócrata, y va a estar muy competitiva e igualada. En el plano exterior, el papel que juegue EE.UU. ante el genocidio del pueblo palestino es crucial. Biden tuvo algún gesto impensable en otros presidentes, pero no tuvo continuidad. Pero Europa no puede estar en vilo ante la indecisión de si gana Trump o Harris: debe apostar por su autonomía estratégica sin depender de Estados Unidos, con independencia de quien gane», señala Corrochano, que admite que convive desde hace tiempo con la etiqueta de «ser el más joven del lugar, que tiene un punto positivo, pero que ahí queda de modo permanente». «Yo me niego a observar cualquier fenómeno a través del prisma generacional; las lecturas generacionales suelen ocultar factores de género, raza o clase, que tienen más entidad», dice.

Corrochano publica «Claves de política global» (editorial Arpa), un volumen que ha coordinado y reúne textos de autores como Léa Ypi, César Rendueles, Pablo Bustinduy, Itxacho Domínguez, Sara R. Farris o Pankaj Mishra, que se han propuesto renovar las herramientas intelectuales. El libro analiza temas de perentoria actualidad: la aceleración de la emergencia climática, la invasión rusa de Ucrania, el avance del populismo autoritario, o el genocidio en la Franja de Gaza.

—No eres partidario de subrayar las lecturas generacionales. ¿Estás entonces en la línea de la premio nacional Marilar Aleixandre, que no cree en las generaciones?

—Sí, estoy bastante de acuerdo. Y si tuviera que quedarme con algo positivo de ser joven es la curiosidad permanente, que me ha llevado coordinar este libro mientras trabajaba en la Vicepresidencia y daba clases de Teorías en París, con el profesorado de Sciences Po [el Instituto de Estudios Políticos de París], volcado en este libro. Esa etiqueta me ha acompañado, ¡pero no me queda mucho! (Naciones Unidas hace una estimación, no categórica, de que hasta los 35 se es joven).

—¿Son inconciliables la teoría y la práctica en la esfera política?

—Hay una cita de Guattari que dice que la teoría es una praxis. Yo creo que, por una razón biográfica, por mi trabajo en este tiempo en el Gobierno, hay que imbricar ambos mundos, el de la teoría y el de la práctica, siendo conscientes de que en política hay gestos audaces que no tienen una sofisticada teoría detrás.

—¿Por ejemplo?

—Un gesto como un adelanto electoral inesperado puede ser audaz. Ese gesto no tiene por qué tener una gran reflexión teórica detrás. Y hay grandes teorías que no tienen por qué tener una aplicación práctica inmediata. Hace un año falleció Mario Tronti, con el que me identifico en su obra y trayectoria a este respecto. Su lema es «pensamiento extremo y acción prudente». Hay que radicalizar la imaginación en el ámbito teórico. Y en el práctico, valorar cualquier avance, por pequeño que sea.

—También en los populismos hay un radicalismo en la expresión de las ideas que no se materializa en acciones. Meloni ha tenido que moderarse, respetar el engranaje institucional.

—El caso de Meloni es paradigmático. La enseñanza, si uno ve las cosas desde dentro, es clara: las iniciativas para la capacidad para cambiar las cosas están siempre mediadas por una correlación de fuerzas en permanente cambio.

—¿Los asuntos exteriores son interiores?

—Uno de los errores históricos a la hora de concebir la política exterior, las relaciones internacionales, era establecer un binomio entre la política doméstica y la exterior. Pero la política exterior ha sido un concepto en manos de élites internacionales, una especie de reducto en el que casi no se podía discutir. Como si dentro de nuestras fronteras se pudieran discutir con pasión principios y medidas públicas, y fuera de nuestras fronteras esos debates quedasen anulados en pos de un interés nacional, con un halo de secretismo en ocasiones. La política exterior tenía que estar mediada por el secreto, lo cual es poco democrático. La política exterior siempre ha sido un objeto complejo, especialmente para las izquierdas. En este contexto, 35 años después de la caída del muro de Berlín, hemos pasado de un mundo de bipolaridad a un mundo de «globalización policéntrica».

—¿Era más sencillo con los bloques?

—De alguna manera, simplificaba las cosas. Si eras de izquierdas tenías un mapa de referencias muy claro, definido. El desorden y la indefinición son las marcas de nuestro mundo y esto dificulta las cosas.

—Cayó el muro en Berlín, pero sigue habiendo muros...

—El muro es uno de los símbolos del contexto global. Es más, el número de muros, de zanjas, ha crecido exponencialmente desde la caída del de Berlín.

—¿Existe hoy un descrédito hacia las instituciones?

—En este libro se habla de un agotamiento institucional. La mayoría de las instituciones internacionales, y el sistema de Bretton Woods, nacen al albor de la Segunda Guerra Mundial. Vivimos en un contexto de recesión geopolítica, en el que las instituciones a nivel global son incapaces de ofrecer respuesta a los grandes desafíos porque no reflejan los equilibrios de poder existentes. Por eso, una de las grandes tareas que tenemos es una democratización de las instituciones globales y pensar una arquitectura global diferente.

—¿Es toda guerra al final la expresión de una lucha de clases?

—Casi siempre. Pero como buen marxista hereje, creo que los conflictos tienen causas diversas: el colonialismo, el imperialismo, el supremacismo blanco, el antifeminismo..., hay una serie de valores permanentes. Cuestiones como el genocidio del pueblo palestino, la agresión imperialista de Rusia, están tratadas en este libro por personas con sensibilidades muy diversas.

 —Alemania es ambigua. La postura de las potencias fuertes es clave...

—Es otro de los grandes temas, la persistencia de una jerarquización de las relaciones internacionales y la desigualdad. A pesar de tener estructuras como la Asamblea General de Naciones Unidas, rigen otras como el Consejo de Seguridad, más jerárquicas y enormemente injustas y desfasadas.

—¿No es rotunda la postura de la izquierda en cuanto a Palestina, con inclinación por la solución de los dos Estados?

—Hay mucho debate, sobre todo en torno a la solución de los dos Estados. A raíz del fracaso de los acuerdos de Oslo, Edward Said, junto a una gran parte de la intelectualidad palestina, rechazan la solución de los dos Estados por improbable e inoperante. Muchos hablan de un Estado binacional, un solo Estado democrático en el que ambos pueblos gocen de los mismos derechos. En mi opinión, el reconocimiento del Estado palestino por parte de España es un avance nada desdeñable.

—¿Vivimos hoy una nueva guerra fría entre China y Estados Unidos?

—Quizá hablar de guerra fría confunde y despista más que ayuda. Desde al menos la guerra de Vietnam, se vive un momento de declive estadounidense, pero el declive de EE.UU. no se termina de consumar... y sobre China hay desconocimiento en nuestro país. No tenemos aún una tradición potente de estudios chinos, como Francia. La realidad política china es compleja, pero de partida hay que tener hacia China una perspectiva de comprensión, no militarizada. Europa con China tiene intereses y preocupaciones diferentes a las de EE.UU. Pero, apelando al realismo como Kavita Krishnan en el capítulo sobre multipolaridad, en ningún caso podemos limitarnos a ver el modelo chino como un ejemplo. El autoritarismo de Xi Jinping tiene medidas que muy poco tienen que ver con la tradición del socialismo democrático.

«Hay cierto narcisismo en las izquierdas. Es importante adaptar nuestros principios a una realidad que ha cambiado. Lacan hablaba de una pasión por la ignorancia, y la vemos en la mirada de alguna izquierda sobre los conflictos de nuestro mundo. Debemos desprendernos de las inercias políticas que tenían validez hace 30 años»

 —¿Es urgente una redefinición de la izquierda en Europa?

—Hay cierto narcisismo en alguna izquierda. Es importante adaptar nuestros principios a una realidad que ha cambiado. A veces desde las izquierdas tendemos a complejizar los principios para simplificar los posicionamientos y eludir las responsabilidades. Este libro parte de la idea de que la política exterior es la principal víctima, o donde más crudamente se expresa, este momento de impotencia y repliegue en las izquierdas. En las tres últimas décadas el mundo ha cambiado muchísimo. La principal tensión hoy es la emergencia ecológica. Y los conflictos y tensiones de hoy nos exigen despojarnos de los corsés ideológicos. Lacan hablaba de una pasión por la ignorancia, y la vemos en la mirada de alguna izquierda sobre los conflictos de nuestro mundo. Debemos desprendernos de las inercias políticas que tenían validez hace 30 años, pero no ahora. Hay que recuperar una idea de universalidad estratégica.

«Hay rasgos del papa que conjugan con la idea de universalidad estratégica que defiendo, donde las periferias tienen una voz importante»

—Y en este sentido citas al papa Francisco como ejemplo...

—Sí, con cierto ánimo de polemizar. Pero hay rasgos del papa que conjugan con esta idea de universalidad estratégica que defiendo, donde las periferias tienen una voz importante, que entiende que la lucha por la emancipación humana es una lucha universal. El alegato de Sudáfrica ante el Tribunal Internacional de Justicia en el caso de genocidio presentado contra Israel es importante.

 —La libertad es otro concepto del libro, y no es lo mismo en boca de Javier Milei que de Lea Ypi, la autora de «Libre», también presente en este libro. La libertad moral hoy parece que resulta sospechosa.

—El lenguaje es importantísimo. Tenemos que desacralizar la lectura. Una idea elitista y absurda, que tiene alguna gente de izquierdas, es eso de «a este el fascismo se le cura leyendo». Pero sí interesante poner en cuestión los significados de ciertas palabras. Muchas teorías del populismo nos han enseñado que el significado de las palabras está siempre en disputa. La cruzada de Milei está muy mediada por la idea de libertad, de una libertad liberticida, que es ‘la ley del más fuerte’.

—¿Cómo se puede entender el auge de la extrema derecha en Europa?

—No hay grandes recetas ni una única solución al auge de las extremas derechas. El cordón sanitario ha funcionado en muchos países, pero en otros ha ahondado en la concepción de esas extremas derechas como outsiders. La única estrategia es hacerse cargo del malestar social y económico del que se nutre la extrema derecha. ¿Por qué gente que podría estar votando a fuerzas progresistas vota a la extrema derecha?, esa es la pregunta. A la derecha le funcionan unos trucos que repiten hasta la saciedad: aislarse de los problemas o negarlos.

—¿Es Bruselas una especie de madre tigre, sobreprotectora pero voraz?

—Puede serlo en ocasiones, pero como tantos actores del entramado político... Europa es la permanente tensión entre el ideal y su materialización. Europa es muchas cosas, entre ellas un entramado institucional complicado, con un impacto enorme en nuestra vida cotidiana. Yo defiendo un europeísmo crítico. La UE tiende, sobre todo desde Maastricht, a recetas neoliberales, pero hay un pequeño margen de acción. Hay que aprovechar al máximo esos pequeños márgenes y brechas.