Estados Unidos es ese país en el que siete de cada diez ciudadanos creen que los ángeles existen, como por cierto también creía aquel ministro de Rajoy que tenía un ángel de la guarda que se llamaba Marcelo y lo ayudaba a aparcar. También es ese país en el que enseñar la teoría de la evolución está prohibido en algunos estados en los que los niños son instruidos en el creacionismo que concede a un Dios la construcción real del mundo.
Quizás sea esa cultura tan propensa a dejar en manos de la providencia asuntos humanos la que explique la abracadabrante comparecencia en el Congreso americano de un grupo de militares que vinieron a confirmar que los ovnis existen, que el Ejército conserva restos biológicos extraterrestres y que los alienígenas aspiran a controlar nuestra energía nuclear. No imagino una escena similar en el Parlamento de España, en donde parece existir una distancia terapéutica entre la magia y lo real que ni las nuevas teorías de la conspiración están acortando. No siempre fue así.
En el año 1976, TVE estrenaba un programa titulado Más allá presentado por el inquietante Fernando Jiménez del Oso, psiquiatra, periodista y parapsicólogo que gracias al fabuloso seguimiento del único canal de televisión que existía en la época convenció a los españoles de que por el cielo castellano navegaban platillos de procedencia extraterrestre. La escaleta del programa incorporaba testigos de los supuestos avistamientos y esa figura de la que tanto se habló hace unos días en el Congreso estadounidense: el piloto de aviación que se enfrenta a objetos cuya marcha o configuración resultan inexplicables. Entonces como ahora, siempre las afirmaciones eran medias verdades y la aportación de pruebas irrefutables, inexistente, pero qué es eso para el alma aventurera del espectador, siempre dispuesto a entretenerse con cuentos que mejoren la aburrida realidad.
Hace unos años, cuando la teoría ovni gozaba de una salud envidiable protegida de las cámaras de los móviles que hoy registran todo cuanto nos pasa, un familiar conducía al atardecer por la carretera que transcurre paralela a A Lanzada. Sobre la superficie del agua, entre aquel lusco e fusco, unas luces parecían deslizarse en una danza extraña. La persuasión se puso en marcha y enseguida empezó a pensar que aquellas fascinantes luminarias tenían que ser de otro planeta. Emocionado, dio señas al coche que venía a continuación para compartir su hallazgo. El conductor lo escuchó, miró al mar, lo miró a él, miró al mar y aclaró, indulgente: «Pescan choupa».