Ceguera de prisión

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE VOZ AUDIOVISUAL

YES

Xoán A. Soler

18 abr 2020 . Actualizado a las 11:05 h.

Existe una patología que padecen los confinados. Los ojos necesitan horizontes para tener una perspectiva ajustada del mundo pero cuando los días pasan entre cuatro paredes y lo más lejos que alcanza la vista es la habitación de enfrente, la mirada se repliega y las referencias se confunden. La ceguera de prisión cursa acompañada de dolores de cabeza, perturbaciones espaciales y deformación de la percepción visual. El mundo se reduce y se empobrece, porque los sentidos dejan de recibir estímulos y entran en una suerte de letargo incompatible con el sosiego. Nuestros ancestros africanos dejaron en nosotros sus miguitas genéticas que estos días andarán desconcertadas preguntándose dónde están las praderas y por qué el horizonte es de un pantone pardo tan mustio.

Todos tenemos cerca a confinados que en realidad viven en casas de castigo, madres que soportan Todo Esto en solitario y que ni siquiera practican el desahogo liberador de ir al súper, conscientes de que un zarpazo del virus puede ser en su caso irreparable. Ellas, la mía, gestiona Pandemia con ese estoicismo marca de su generación, una asombrosa y envidiable paz ante lo inevitable que salpimientan con una lista inacabable de actividades. Es complicado ver a una madre setentona aburrida y un coronavirus mundial no iba a modificar una predisposición tan existencial e innegociable.

SEMANAS DE PRÓRROGAS PIADOSAS

Las cosas iban más o menos bien en estas semanas de prórrogas piadosas pero hace unos días la moral de las madres confinadas en solitario y mayores de setenta sufrió un requiebro por encima de sus posibilidades.

Andan sugiriendo que el encierro de los viejos podría prolongarse hasta final de año en una prórroga cruel de esta sentencia con cárcel que en lugar de ir rebajándose por buen comportamiento va sumando semanas de dos en dos en un escenario que empieza a parecerse a esas pesadillas en las que tu casa es tu casa pero el angosto pasillo es ahora un pasadizo sobre el que andas pero que nunca se acaba.

Las madres, que olfatean las tácticas engañosas porque han detectado unas cuantas en sus camadas, se preparan ya para un destierro doméstico de meses, borrado ya aquel primer fin de semana de jajajá en el que a todos nos hizo tanta gracia cerrar la puerta y empezar a arreglar armarios.

La preocupación de estas señoras pasa a estas horas por averiguar cuál es exactamente la frontera de la vejez, a partir de qué edad en España operará esa reclusión extendida y cómo se las va a apañar el mundo con toda una generación metida en el trastero.

El emoticono majara del grupo familiar y esas letras apelotonadas empiezan a preocuparnos.