Un clásico en Ikea

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE VOZ AUDIOVISUAL

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03 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Bien pensado, había algo clásico en Ingvar Kamprad. El asombroso éxito de Ikea, amartillado en un concepto inaudito en virtud del cual el cliente estiba, carga, transporta y monta muebles por los que paga, no debe nublar la biografía de este emprendedor sueco que compartía con otros de su generación un seductor gusto por la normalidad, al fin y la cabo no hay forma más contundente de ser rico que conseguir que no se te note. A Kamprad, muerto estos días a los 91 años, se le ha dibujado como el típico sueco de Smaland, una comarca hostil y desabrida del sureste sueco que vestía ropa de mercadillo, reutilizaba las bolsas de té, compraba comida a punto de caducar, volaba en clase turista y se cortaba el pelo en barberías vietnamitas para ahorrar, aprovechando sus viajes de negocios. Ingvar nunca se deshizo de su Volvo 240 del 93, aunque un empleado airado que en el 2009 publicó La verdad sobre Ikea asegurase que en realidad su automóvil era un Porsche y que el macizo Volvo no era más que una artimaña publicitaria para dárselas de austero, una virtud muy aplaudida por el rigor sueco. Fue la suya una peripecia clásica también por sus tinieblas, esas que siempre vuelven en las biografías como Dios manda. En su caso no fue capaz de ocultar su entusiasta colaboración con el partido nazi, el gran asunto entre los hombres de su generación.

Kamprad representaba una manera concreta de ser empresario y por eso su nombre convoca a muchos otros, biografías que los convierten en santos del capitalismo por su capacidad para entender los circuitos del sistema y aprovecharse de ellos. Un santoral que, además del éxito, necesita otros ingredientes. Esa sobriedad casi mística puede ser uno, pero ha de haber más.

En esa vida de santos que martirizaría a Carlos Marx destacan, por ejemplo, los fundadores de Adidas y Puma, dos hermanos alemanes a los que la guerra separó y estimuló para crear dos imperios en las dos orillas del río que baña Herzogenaurach, una pequeña ciudad bávara. O los auténticos creadores de McDonald’s, otros dos hermanos, Dick y Mac, estafados por un espabilado con pocos miramientos, Ray Kroc, interpretado por un gran Michael Keaton en la película El fundador.

Todos se han hecho ricos con cosas tangibles, estanterías Billy, zapatillas para correr, hamburguesas con queso o batas de boatiné. Un concepto clásico que aleja la fundación de estos negocios de la prestidigitación de ese otro capitalismo que permitió a Bernard Madoff evaporar 64.000 millones de dólares como si nunca hubiesen existido, o a Lehman Brothers meter al planeta en un jaleo cósmico con millones de damnificados. Por comparación, Ingvar Kamprad era todo un clásico.