GPS a la corredoira

YES

23 sep 2017 . Actualizado a las 05:05 h.

Hasta que apareció el GPS, lo normal era reconocer los indicios de una equivocación cuando viajábamos. Los humanos compartíamos una especie de olfato desarrollado a base de darwinismo y años conduciendo con mapas de carreteras y preguntas. Las autopistas eran como las ovejas eléctricas con las que soñaban los androides y para llegar a Cuenca o Albacete antes había que atravesar literalmente el territorio, penetrar en él, aliviar la travesía en el mismo bar de Sanabria, equivocarse varias veces de ruta y comentar los acentos y el rigor de los aborígenes que te iban despejando la ruta. Desde el asiento de atrás, en aquellos viajes eternos, se intuía que los padres conocían de fábrica todas las direcciones y todas las rutas, eran capaces de orientarse en ciudades que nunca habían visitado, llegar al hotel girando a la izquierda y no a la derecha y pedir el aperitivo correcto en el mejor bar de la ciudad. Era como si tuvieran dentro de la cabeza todos los mapas del mundo, una habilidad que desde el asiento de atrás se suponía que se te activaría con el tiempo, al cruzar una frontera temporal... que nunca llegó.

Hasta que apareció el GPS, en cada coche había un mapa de carreteras mal doblado. Parte del viaje se disfrutaba avanzando con el dedo sobre el dibujo mientras el coche lo hacía sobre el asfalto: ahora vamos a llegar a Medina, el siguiente pueblo será La Carolina, mira qué cerca está Don Benito, aquí parece que hay un tramo nuevo de carretera. Se hacía camino al andar.

Era un espíritu que hoy reivindicamos algunas, una especie de hostilidad romántica contra la tecnología que propone volver a mirar el paisaje, volver a hacer preguntas para llegar a Roma, desconectar el Tomtom y abandonar la cápsula en la que te mete, esa travesía esterilizada en la que todos los viajes son iguales: comienzas geolocalizado en tu casa y llegas a destino sin haber levantado los ojos de la pantalla ni reconocer nada de ese mundo en tránsito.

ABDUCIDO POR LA REALIDAD

Hasta que apareció el GPS era fácil intuir cuándo las cosas no marchaban como debían, en qué momento te habías desviado de la ruta, una carretera que se estrechaba demasiado, unas casas que estaban donde no debían, alertas que te invitaban a detenerte, preguntar y rectificar para volver al camino correcto. Eran indicios que hoy se desprecian, fascinados como estamos por una tecnología que carece de la elasticidad de nuestras neuronas y que aplica la ley a rajatabla y sin matices. Esa rigidez mantuvo hace unos días a un camionero que transportaba pota congelada al Mediterráneo. Quedó encajado en una corredoira de A Gudiña. Era un tráiler Eurotrotter, camino de Valencia, cuyo conductor hizo caso al Tomtom y despreció lo que tenía ante sus ojos, una vereda que lo abdujo como si se tratara de una venganza o de una carcajada, tú sigue haciendo caso al GPS, bonito, que te vas a enterar. La inercia tecnológica, esa absurda confianza ciega en la máquina, lo fue llevando hasta que no pudo dar marcha atrás. Hasta que no había vuelta atrás. Las crónicas relatan que quemó el embrague en un intento inútil de deshacerse de los muros de piedra que lo aprisionaban y que solo una grúa de grandes dimensiones pudo resolver la situación. En el periódico se relata la reacción de los paisanos, ese desdén con el que actúa la lógica. Siguieron con su vida ajenos al embudo, pendientes del horizonte, del viento y de las formas del camino, ajenos al Tomtom que encajó un tráiler con pota congelada en una corredoira de A Gudiña.