Un vigués en Coruña

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE VOZ AUDIOVISUAL

YES

06 may 2017 . Actualizado a las 05:25 h.

El último pelotazo en la cartelera explota de nuevo los contrastes culturales de brocha gorda. Aquí sabemos hace tiempo de las rivalidades entre fronteras, aquel anuncio de Villarriba contra Villabajo para ver quién usaba más rápido el Fairy, pero en los últimos tiempos la ficción ha encontrado un filón en los encontronazos geográficos. Cuanto más brama Trump a favor de un muro que no se va a levantar, cuanto más chilla Le Pen lo de Francia para los franceses, más acuden los ciudadanos al cine a reírse de los choques culturales. Son relatos sin matices, duelos de macarrones contra salmones del fiordo que actualizan sin ninguna vocación de mejorar las cosas la búsqueda de la carcajada fácil.

En el caso de los gallegos, el cine tiró de un estereotipo que nos incomodaba. Ese síndrome del Xan das Bolas que hemos arrastrado hasta el presente y que reaparece periódicamente. Lo vimos cuando Aznar calificó a Rajoy y cuando Rosa Díez habló del gallego en el peor sentido de la palabra, como si nuestra identidad llevase implícito algo oscuro que no conseguimos compensar.

Hoy, en el año 2017, con una parte del mundo peleándose por ensimismarse, el cine se enfrenta a esta amenazadora tendencia tirando de estereotipo. El andaluz de la feria de abril y el vasco de los ocho apellidos; el catalán agarrado y la euskaldún de flequillo matemático; el romano que vocifera y ese circunspecto señor de Oslo. El público responde a esta cuadratura banal como si necesitara liberarse de la tensión ambiental por el camino más corto. Nada de historias llenas de matices que nos pongan delante de los problemas que tenemos, que nos den razones para enfrentarnos al fundamentalismo, que nos expliquen que entre un sirio de Damasco y un coruñés de la plaza de Vigo hay menos diferencias de los que algunos nos quieren proponer.

Esa vía del humor grueso, ese supuesto choque cultural vuelve a cerrarnos en nuestras fronteras, geográficas y sentimentales. Plantea un debate que debería haberse superado porque establece la existencia de mundos que ya no existen. Esa distancia entre lo andaluz y lo vasco, o entre lo catalán y lo vasco --que aparentemente se resuelve de forma blanca, por la vía del humor- obvia todo lo andaluz que ya hay en Euskadi, el intercambio natural que las comunicaciones y el progreso han establecido.

La fórmula la hemos visto en España y ahora se traslada a Europa. El debate al que podemos enfrentarnos es que si un italiano necesita un libro de instrucciones para integrarse en Noruega, dos entornos políticamente próximos, la vida en latitudes más ajenas puede que sea imposible, y hasta puede diezmar la disposición a integrar entre los nuestros a seres humanos con referentes culturales muy distintos a los nuestros.

Siempre está bien el humor como alternativa a los grandes problemas, pero ¿es el momento de banalizar los choques culturales, o de plantear ese choque en entornos que suponíamos ya integrados?

La tesis podemos desmenuzarla hasta el infinito. ¿Qué tal una película sobre un vigués que trata de entender el koruño?