WALDORF MENIÑEIROS
Acostumbrados como estamos a darle al botón de la tecnología para todo, el más revolucionario de los mundos puede estar a tus pies, en un charco de barro. O en esa mano que coge una castaña. ¿Pero, así a priori, dirías que castañas y charcos suman conocimiento? ¿Pelea tu intuición con el adulto que va por fuera, con la libreta pautada de lo aprendido? En Waldorf, donde el aprendizaje empieza en el momento en el que uno hace y experimenta por sí mismo, con una cesta de castañas se puede llegar lejos. Tanto como la tabla del 6, y a conocer aun más. ¿Cómo? Usando las manos para palpar operaciones aritméticas. Veamos. «Dedos ágiles, mentes ágiles», dicen. Pues a moverlos. Estamos en primaria. «Agrupamos castañas en forma piramidal: un grupo de 6 castañas, debajo dos grupos de 6, a continuación tres grupos de 6 castañas y así sucesivamente», nos guía Gloria Vázquez, directora y una de las fundadoras de la Waldorf Meniñeiros, de Friol (Lugo), escuela que ve en cada niño un ser único al que el maestro debe respetar. Curioso; porque la palabra respeto se nos hace mayor, ¿o no es algo que solemos pedir para el adulto? Mira alrededor. Y ahora, desconecta, conecta contigo, piensa-siente como lo haría un niño. Conocer y sentir, unidos. Y los sentimientos, primero. Porque «mucho antes de comenzar a comprender el mundo conscientemente, el niño se abre a él a través de sus sentimientos», descubre Gloria. «Cuando solo nos dirigimos a desarrollar la mente (su parte intelectual), el niño acaba por disociar su pensar y su sentir, y desde ahí se pueden hacer las mayores brutalidades sin sentir nada», dice. Un ejemplo: peleas de adolescentes a los que los compañeros asisten como fríos espectadores.
Cada etapa tiene sus necesidades y sus ritmos, se observa en Waldorf. En los primeros 7 años, el niño «quiere moverse, explorar», entre los 7 y los 14, «se mueve en la esfera del sentimiento», y a partir de los 13 «el pensar se hace preponderante y se prepara para hacer abstracciones». A estas diferencias se ajusta la forma de aprender en un modelo que potencia el juego libre, valorado por expertos como César Bona o Catherine L’Ecuyer. Aquí el saber se refuta o pone a prueba, como un experimento químico. O se cultiva como un huerto donde cada niño -«un ser único, una persona con su propio talento, su propia historia e individualidad»- siembra, riega, recoge los frutos. Viendo cómo la rama de un árbol puede auparnos a un futuro más natural, sencillo y feliz, quizá no debamos temer a la Peppa Pig que invita a chapotear en el barro, sino más a la suma de tics que restan por sistema en el arte de educar. ¿En qué consiste, según Waldorf, este arte? «En la capacidad de despertar en los niños el conocimiento sobre la vida», apuntan en Meniñeiros.
Hacer collares de bellotas, confeccionar los propios cuadernos o tejer, una actividad «que compromete los dos hemisferios cerebrales, trabajo de coordinación que ayuda a desarrollar el pensamiento matemático», son materias necesarias. ¿Pero encajan esas otras formas de aprender en este voraz mercado laboral? «En una sociedad en rápido cambio, la flexibilidad, la seguridad en ti mismo y la iniciativa son necesarias. Las generaciones futuras no pueden esperar mantener una profesión a lo largo de toda su vida laboral. El futuro va a exigir movilidad, iniciativa, habilidades emocionales y sociales, y la voluntad de continuar aprendiendo. El mero conocimiento intelectual, del tipo que se requiere hoy en los exámenes convencionales, es insuficiente».
Pero no cabe más presión, sino cambios. ¿Dejamos de acelerarles al modo adulto? El mundo está en juego. Y de juego los que saben son los niños.