Polvo eres

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE V TELEVISIÓN

YES

29 oct 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Definitivamente quiero que me incineren. La confesión la profería hace unos días un amigo que volvió acongojado de un entierro en un pequeño cementerio de Galicia. La grúa subiendo el féretro al nicho, la grúa que se encasquilla, el fontanero que apaña el cemento y los presentes con la angustia de que el equilibrio inestable de todo aquel tinglado acabaría sucumbiendo a la ley de la gravedad y provocando un estropicio... Recuerdo la sentencia de mi amigo cuando un teletipo de Efe avanza la decisión del Vaticano de prohibir que se aventen las cenizas de los muertos, que se resguarden en el salón o que se conviertan en un anillo para toda la eternidad.

En el centro de Roma, exactamente en Via Venetto, se encuentra la iglesia de Santa María de la Concepción (en la imagen). En su cripta, una inscripción saluda al visitante: «Aquello que vosotros sois, nosotros éramos; aquello que nosotros somos, vosotros seréis». La apelación precede a un espeluznante osario organizado con los restos de cuatro mil monjes capuchinos cuyos esqueletos han sido convertidos en una macabra decoración que abarrota cada una de las salas de un espacio del que acabas huyendo por muy científica que sea tu capacidad de razonar y muy escéptico, tu espíritu. Es uno de los ejemplos más bizarros de ese gusto por lo tétrico que tantas veces manifiesta la Iglesia, que bendice y alimenta el culto a extrañas reliquias a las que concede poderes sobrenaturales y capacidad de intermediación entre lo terrenal y lo sobrenatural. La cripta de los capuchinos es un chocante festival de calaveras, fémures, vértebras y costillares humanos que acaba espesando la atmósfera y obligando al visitante a acelerar el paso y abandonar cuanto antes un lugar extraño que la Iglesia exhibe con orgullo a pesar de que, perdónenme, es inquietante y desagradable. ¿Se imaginan algo así, un potaje inmenso de restos humanos colocados con un primor patológico, presentado al margen de la normalidad que esta institución pretende darle tantas veces a lo inexplicable?

Los cuatro mil cadáveres de los monjes capuchinos, que por momentos evocan las fotos de los campos nazis o los fosos de los jemeres rojos, reciben silenciosos en el centro de Roma el día que el Vaticano prohíbe a sus fieles aventar las cenizas de sus muertos. Teme que esta nueva cultura de la despedida que se ha instalado al generalizarse la incineración se confunda con evocaciones «panteístas, naturalistas o nihilistas». Un nuevo freno a la evolución de las costumbres que la Iglesia resuelve obligando a sus seguidores a seguir en los cementerios. Si esos fieles tienen dinero para pagar el nicho no es objeto de consideración en esta última instrucción.